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Tecnología y Sociedad

Business Impact: Por qué a los editores no les gustan las aplicaciones

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El futuro de los medios en los aparatos móviles no se encuentra en las aplicaciones, sino en la Web.

  • por Jason Pontin | traducido por Lía Moya (Opinno)
  • 10 Mayo, 2012

Para cuando Apple lanzó el iPad en abril de 2010, tan solo cuatro meses después de que Steve Jobs anunciara por primera vez sus nuevas máquinas “revolucionarias y mágicas" en San Francisco (Estados Unidos), los editores tradicionales ya habían abrazado una falsa ilusión colectiva. Creían que los aparatos móviles con grandes pantallas a todo color como el iPad, el iPhone y aparatos parecidos que usaran Android, el software de Google, les permitirían mejorar su historial de infelicidad con Internet.

Para los editores cuyos negocios evolucionaron durante el largo reinado de los periódicos y revistas impresas, el crecimiento de Internet resultó completamente desorientador. Internet enseñó a los lectores que podían leer historias cuando quisieran sin tener que pagar por ello y ofrecía a los anunciantes formas más eficaces de publicitarse. Así, ambas partes gastaban menos. Para los editores, las tabletas y los teléfonos inteligentes parecían una forma de volver a los días en que todo era más fácil. Las copias digitales de periódicos y revistas tradicionales (que se podían leer en navegadores o gracias a software patentado como el lector de PDF de Adobe), no habían llegado a ser demasiado populares entre los lectores, pero los editores lo explicaban diciendo que estas copias eran desagradables de leer en ordenadores de sobremesa y portátiles.

El aspecto físico de las tabletas y los teléfonos inteligentes se parecía un poco a una revista o un periódico. ¿No serían capaces los editores de presentar algo parecido a las copias digitales ya existentes con sus correspondientes mejoras añadiendo características interactivas, para leer en aplicaciones para tabletas y teléfonos inteligentes? Su hipótesis era que las nuevas copias digitales serían mejores, puesto que las aplicaciones están hechas específicamente para los sistemas operativos de los aparatos móviles, como el iOS de Apple, y por lo tanto pueden tener funciones de software auténtico. (Por el contrario, un sitio web solo es una serie de páginas HTML y scripts de código informático que funcionan en un navegador, que es la aplicación real. Los arquitectos de la Web querían que los sitios fueran más limitados que las aplicaciones).

Para los editores tradicionales, el plan parecía muy atractivo. Perdieron la cabeza. Uno de los síntomas de la euforia de la industria fue un nuevo género literario de corta vida: el anuncio de la edición para iPad. Un conmovedor ejemplo del estilo es esta carta de los redactores de el New Yorker, publicado por Condé Nast, escrita en un estilo atropellado nada característico de la publicación: “Esta última tecnología… proporciona el máximo de material al máximo nivel de capacidad y velocidad digitales. Tiene todo lo que contiene la edición impresa y más: más tiras cómicas, más fotografías, más vídeos, audio de escritores y poetas recitando sus obras. El número inaugural para tabletas que sale esta semana contiene una versión animada de la portada de David Hockney, que él ha dibujado en un iPad”.

Los editores creían que, al ofrecer un producto único y diferenciado, similar a un periódico o revista, podrían cobrar a los lectores por las ventas de copias sueltas e incluso por suscripciones, iniciando una reeducación del público respecto a que las publicaciones eran bienes por los que debían pagar. Se dejaron convencer de que producir contenido editorial para las aplicaciones y desarrollar las aplicaciones ellos mismos sería fácil. Vendedores de software como Adobe prometieron a los editores que sería sencillo transferir el contenido creado en sistemas de maquetación para papel como Adobe InDesign e InCopy directamente a las aplicaciones. En cuanto al desarrollo de software… bueno, ¿cómo de difícil iba a ser eso? La mayoría de los editores ya tenían departamentos de desarrollo Web: que los técnicos construyan las aplicaciones.

Los editores esperaban que el viejo sistema publicitario de la edición impresa pudiera resucitar. El Audit Bureau of Circulations (ABC), la organización de la industria que audita la información relativa al número de copias en circulación y al público final de revistas y periódicos en todo el mundo, prometió que tendría en cuenta las copias alojadas en las aplicaciones a la hora de calcular la 'tirada', la medida de la circulación global de una publicación, incluyendo las suscripciones y las ventas en quioscos. La tirada había sido la unidad de medida utilizada para establecer las tarifas de publicidad en la edición antes de la aparición de publicidad por palabras clave y banners, que miden la cantidad de gente que pincha sobre un anuncio y lo que hace después. La publicidad es el auténtico negocio de los medios, pero los editores tradicionales no podían competir con Google y las empresas de nuevos medios a la hora de vender anuncios digitales. Las aplicaciones iban a detener ese declive, devolviendo a los medios a la estructura correcta, histórica: los editores podrían vender versiones digitales de los mismos anuncios que aparecían en sus publicaciones impresas (posiblemente más caros si contaban con elementos interactivos), usando como medida de valor la antigua tirada.

Expuesto de esta forma, la falsa ilusión queda bastante patente, pero yo mismo sucumbí a ella, por lo menos un poco. Nunca creí que las aplicaciones revertirían el terremoto que había sacudido mi industria, pero pensaba que algunos lectores querrían una copia bien diseñada de Technology Review en sus aparatos móviles y estaba seguro de que nuestros desarrolladores podrían crear una experiencia móvil mejor dentro de las aplicaciones. Así que creamos aplicaciones gratuitas para iOS y Android; cualquiera podría leer nuestras noticias diarias y ver nuestros vídeos y la gente podría pagar por ver copias digitales de la revista. Lanzamos las plataformas en enero de 2011. Felicitándome por mis cálculos conservadores, presupuesté menos de 125.000 dólares (unos 100.000 euros) en ingresos para el primer año. Eso implicaba vender menos de 5.000 suscripciones y un puñado de números sueltos. Fácil, me dije.

Como casi todos los editores, me llevé una gran decepción. ¿Qué falló? Todo.

Apple exigía un 30 por ciento de la venta de cada una de las copias adquiridas a través de su tienda iTunes. El margen de beneficio en la venta de copias únicas es de menos del 30 por ciento. Por lo tanto los editores estaban pagando a Apple para sacar los números. Muchos editores respondieron a esto no vendiendo copias únicas de sus revistas. Después, durante el año que siguió al lanzamiento del iPad, Apple no consiguió encontrar una forma de vender suscripciones a través de iTunes que satisficiera a ABC. La entidad auditora requiere que los editores tengan la información 'de registro' de sus suscriptores. Cuando Apple por fin resolvió el problema de las suscripciones para iPad en iTunes, volvió a reclamar su parte del 30 por ciento. Desde junio del año pasado Apple permite a los editores registrar las suscripciones en sus propias páginas web (un puñado de editoriales, entre ellas la de Technology Review disfrutaron de ese privilegio un poco antes), pero el mecanismo de funcionamiento no era comparable a la facilidad de uso de iTunes y a la mayoría de los lectores ni se molestaron en aprenderlo. Y aunque Google era más razonable en cuanto a sus exigencias, Android nunca fue una alternativa al iPad: en la actualidad la mayoría de las tabletas que circulan son de Apple.

Además hubo otras dificultades. Resultó que no era tan sencillo adaptar las publicaciones impresas a aplicaciones. Gran parte del problema era la proporción de las tabletas: se pueden usar tanto horizontal como verticalmente, dependiendo de cómo las sujete el usuario. Además, las pantallas de los teléfonos inteligentes eran mucho más pequeñas que las de las tabletas. Muchos editores acabaron produciendo seis versiones diferentes de su producto editorial, algo ridículo: una publicación impresa, una copia digital convencional para navegadores y software patentado, una copia digital para ver horizontalmente en las tabletas, algo que no era exactamente una copia digital para ver verticalmente en tabletas, una especie de apaño para los teléfonos inteligentes y páginas HTML normales para sus páginas web. El desarrollo del software de las aplicaciones resultó ser mucho más difícil de lo previsto por los editores, porque tenían contratados a desarrolladores web que conocían tecnologías como HTML, CSS y JavaScript. Los editores quedaron asombrados al saber que las aplicaciones para iPad eran auténticas aplicaciones, aunque fueran pequeñas, escritas principalmente en un lenguaje llamado Objective C, que nadie en sus departamentos de desarrollo web conocía. Los editores reaccionaron subcontratando el desarrollo de las aplicaciones, algo costoso en términos de tiempo y de dinero y que no entraba dentro del presupuesto inicial.

Pero el verdadero problema de las aplicaciones era más profundo. Cuando la gente lee noticias y reportajes en medios electrónicos, esperan que las historias tengan la enlazabilidad de la Web, pero las historias en sus aplicaciones no tenían enlaces. Las aplicaciones eran, usando la jerga de la tecnología de la información, “jardines cerrados”. Y aunque a veces eran preciosos, eran jardines pequeños y asfixiantes. Para los lectores, esa belleza no superaba la extrañeza y frustración de leer medios digitales aislados de otros medios digitales.

Sin suscriptores o muchos compradores de copias únicas y sin público que vender a los anunciantes, no hubo ingresos para compensar el coste de desarrollo de las aplicaciones. Salvo un par de excepciones, a los editores las aplicaciones les salieron rana. La excepción que se suele mencionar es la de Condé Nast, que consiguió aumentar las ventas digitales en un 268 por ciento después de que Apple introdujera una aplicación para iPad llamada Newsstand que promociona las ediciones para iPad de esta editorial neoyorquina. Aún así, un crecimiento del 268 por ciento quizá no suponga demasiado dentro de las cifras globales. El negocio digital para Condé Nast es pequeño. Wired, por ejemplo, que es la revista más digital de las cabeceras de Condé Nast tiene 33.237 suscripciones a su copia digital, lo que representa solo un 4,1 por ciento de la circulación total, y 7.004 ventas de copias únicas digitales, el 0,8 por ciento de la circulación pagada, según ABC.

En la actualidad, la mayoría de los propietarios de aparatos móviles leen las noticias y reportajes en las páginas web de los editores, que suelen estar codificadas para adaptarse a pantallas más pequeñas. O, si se da el caso de que usan aplicaciones, éstas suelen ser lectores de RSS con pretensiones, como el Amazon Kindle, Google Reader, Flipboard, y las aplicaciones de periódicos como The Guardian, que cogen el contenido de los sitios del editor. Una encuesta reciente llevada a cabo por Nielsen informaba de que a pesar de que el 33 por ciento de los usuarios de tabletas y teléfonos inteligentes había descargado nuevas aplicaciones en los últimos 30 días, solo un 19 por ciento de los mismos habían pagado por alguna de ellas. La aplicación de pago creada por los editores con grandes esfuerzos y su extravagantemente producida copia digital han muerto.  

En este caso la historia reciente del Financial Times es aleccionadora. En junio del año pasado la empresa retiró su aplicación para iPad y para iPhone de la tienda de iTunes y lanzó una nueva versión de su página web, reescrita en HTML5, que optimiza su sitio para el aparato que use el lector y proporciona muchas características y funciones que son como las de una aplicación. Durante algunos meses el Financial Times siguió teniendo la aplicación, pero el 1 de mayo pasado el periódico decidió cargársela del todo.

¿Y Technology Review? Vendimos 353 suscripciones a través del iPad. Nunca descubrimos cómo evitar la necesidad de diseñar versiones tanto horizontales como verticales de la revista para la aplicación. Malgastamos 124.00 dólares (unos 99.000 euros) en subcontratar desarrollo de software. Nos peleamos entre nosotros y hubo quien dejó la empresa. Hubo un desgaste incalculable de los ánimos. Yo odié cada segundo de nuestro experimento con las aplicaciones porque intentaba imponer algo cerrado, viejo y ligado a la impresión en papel a algo abierto, nuevo y digital.

En otoño del año pasado pasamos todo el contenido de nuestras aplicaciones, incluyendo la revista, a un sencillo lector RSS en un flujo de noticias. Nos deshicimos de la copia digital. Ahora estamos rediseñando Technologyreview.com, donde todo el contenido es gratuito y seguiremos al Financial Times al usar HTML5 para que el lector vea las páginas web optimizadas para cualquier aparato, ya sea un ordenador portátil o de sobremesa, una tableta o un teléfono inteligente. En ese momento, mataremos nuestras aplicaciones también.

Jason Pontin es director de Technology Review.

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