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Computación

¿Debe el hombre confiar todas sus responsabilidades a un robot?

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La automatización facilita el trabajo pero, ¿está matando a su vez las valiosas habilidades que nos definen como personas?

  • por Mattathias Schwartz | traducido por Lía Moya
  • 27 Agosto, 2014

Foto: Un operador humano controla un robot en unas instalaciones británicas dedicadas a fabricar barreras peatonales metálicas.

Los mensajes se mueven a la velocidad de la luz. Los mapas hablan y nos guían. La compra llega a nuestra puerta. Los suelos se barren solos. La automatización nos ofrece comodidades irresistibles.

Pero también puede adoptar el papel de un villano. Cuando las máquinas se encargan de trabajo para el que antes hacía falta sudor y pericia, los humanos se atrofian hasta convertirse en meros pulsadores de botones. Los lamentos sobre la automatización son constantes desde el principio, como nos recuerda la leyenda sobre John Henry, el obrero encargado de colocar las vías de ferrocarril que falleció compitiendo contra una máquina de vapor que hacía su mismo trabajo. El último lamento viene de la mano de Nicholas Carr en The Glass Cage [La jaula de cristal, sin traducción al español], a quien le preocupan las implicaciones que tiene que máquinas y software vayan más allá del ferrocarril y la cadena de montaje para llegar a la cabina de vuelo, el juzgado e incluso el campo de batalla. Ahora las máquinas y los ordenadores hacen mucho más que trabajo mecánico rutinario. Vigilan sistemas complejos, sintetizan datos, aprenden de la experiencia y toman decisiones precisas en segundos. 

¿Qué nos quedará a nosotros? Economistas y legisladores debaten qué implicaciones tendrá la automatización para el empleo y la desigualdad (ver "De cómo la tecnología está destruyendo el empleo"), pero el libro de Carr no ahonda en este aspecto. Habla en cambio sobre lo que él teme que se depreciará si ya no tenemos que llevar a cabo estas tareas difíciles, ya sea en casa o en el trabajo: nuestra autonomía, nuestra sensación de logro, nuestra relación con el mundo.

El punto fuerte de su tesis es la curva Yerkes-Dodson, que establece la relación entre el rendimiento humano y cuánto nos estimulan nuestras tareas. Demasiada estimulación nos produce ansiedad y sensación de sobrecarga, pero cuando no estamos lo suficientemente estimulados, cuando nuestro trabajo es demasiado fácil, nos entran el letargo y la apatía. Las actividades de estimulación moderada dan lugar al mayor rendimiento y Carr defiende que además nos convierten en mejores personas en el proceso.

Carr, antiguo editor ejecutivo de la revista Harvard Business Review y colaborador ocasional de esta revista, ha escrito varios libros que cuestionan creencias comunes sobre la tecnología, como el valor añadido de la tecnología de la información para las empresas y los beneficios cognitivos de Google. En La jaula de cristal canaliza las ansiedades del lugar de trabajo moderno. Incluso los trabajadores más cualificados sienten que están a media generación de quedarse obsoletos por un algoritmo. Pero aquí Carr no analiza las consecuencias económicas de la automatización para la fuerza de trabajo en general. El libro empieza con un aviso emitido por la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos a los pilotos de líneas aéreas para que no dependan demasiado del piloto automático. Narra dos accidentes y explica que la causa última fue falta de atención del piloto producida por los efectos adormecedores del piloto automático. Parece que vamos a asistir a la exposición de un argumento utilitario contra la automatización: deberíamos dejar a los pilotos hacer su trabajo porque a los ordenadores les falta el juicio necesario para proteger las vidas humanas durante momentos de crisis. Después sabemos que el historial de seguridad de los aviones Airbus y los Boeing, que están más orientados al piloto, es más o menos idéntico. El lamento principal de Carr se refiere a la textura de la vida en un mundo automatizado, cómo nos afecta a nivel personal.

Hay momentos en los que Carr parece defender una postura nostálgica, el anhelo de un pasado que quizá sea más deseable en retrospectiva. Por ejemplo el GPS. Para Carr, los sistemas de GPS son inferiores a los mapas porque hacen que la navegación sea demasiado sencilla, debilitan nuestras propias capacidades de navegación. El GPS "no está diseñado para que nuestra implicación con el entorno sea más profunda", escribe. El problema es que los mapas tampoco. Igual que el GPS, son herramientas cuya finalidad es llevar a su usuario a un destino elegido lo más fácilmente problema posible. Es cierto quepara usar mapas de papel hacen falta una serie de habilidades diferentes y cualquiera para quien la experiencia de parar, desdoblar y perderse le parezca más entretenida o menos castrante que la nueva encarnación de la orientación, el GPS, puede elegir apagarlo o usar las dos tecnologías a la vez.

En la zona

El relato clásico de la vida en el cénit de la curva Yerkes-Dodson es Fluir: una psicología de la felicidad, de Mihaly ­Csikszentmihalyi, publicada por primera vez en 1990. Fluir es un concepto de una imprecisión casi poética, difícil de medir y aún más difícil de definir. Csikszentmihalyi lo halló en todo tipo de personas: atletas, artistas, músicos y artesanos. Lo que hace que el concepto de "fluir" sea algo más que un mero capricho personal es que casi cualquiera reconoce la sensación de "perderse" haciendo una tarea que supone un desafío, o la sensación de "estar en la zona". Como concepto, el fluir borra la frontera que los economistas trazan entre el "trabajo" y el ocio o el recreo, y Carr quiere que la automatización se diseñe para producir esa sensación. Idealmente tendría una cualidad de término medio perfecto, ahorrándonos las partes tediosas de la tarea, pero sin llegar a hacerla del todo.

Carr se pasa la mayor parte de La jaula de cristal tratando la automatización como si fuera un problema de elecciones personales mal informadas, sugiriendo que a menudo deberíamos optar por no usar tecnologías como el GPS en favor de alternativas manuales. Pero la decisión de adoptar muchas otras innovaciones no siempre es tan voluntaria. Muchas veces tienen algo de seductor e incluso coercitivo. Tomemos una tecnología que el propio Carr analiza: Facebook, que busca automatizar la gestión de las relaciones humanas. Una vez que la mayoría ha aceptado el diseño adictivo del sitio y su leve utilidad, a un único individuo le resulta mucho más difícil optar por no usarlo. (Aunque Facebook podría no parecer un ejemplo de automatización, es trabajo encubierto. A los trabajadores o "usuarios", no se les paga un salario y el producto, los datos personales, no se venden en un mercado visible o público, pero tiene un eco residual de la sala de máquinas. La expresión personal y las relaciones constituyen la materia prima; la actualización constante es la cadena de montaje).

En La jaula de cristal Carr flirtea con un cabreo real, pero no llega lo suficientemente lejos a la hora de explorar un contraataque más constructivo a la automatización. La resistencia que defiende es la resistencia dócil, individualizada, del consumidor, un fotógrafo que usa película, un arquitecto que hace planos sobre papel. Esto son pequeñas opciones personales con pocas consecuencias mayores. Las frustraciones diagnosticadas por Carr, el deseo de un mundo más antiguo o un mundo distinto, o de tecnologías que representen intenciones más humanísticas y menos explotadoras, son generalizadas. Pero para que estas alternativas resulten factibles, alguien tiene que hacer el difícil trabajo de imaginar cómo podrían ser.

—Mattathias Schwartz es un articulista freelance y colaborador habitual de The New Yorker. Su último artículo para MIT Technology Review fue “Fire in the Library” (Enero/Febrero 2012)

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