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Biotecnología

Cómo resolver el rompecabezas del autismo

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Los científicos han investigado sin éxito las causas del autismo, centrandose en genes compartidos por familias propensas. Ahora, está siguiendo un nuevo enfoque que ha empezado a desvelar sus secretos

  • por Stephen S. Hall | traducido por Francisco Reyes
  • 23 Diciembre, 2014

Se llamaba David. Tenía 10 años y, hablando claro, era irresistiblemente raro, especialmente en la inmaculada normalidad de los suburbios de Long Island (EEUU) a principios de la década de 1960. Por aquel entonces Michael Wigler estudiaba noveno grado en Garden City, y le gustaba pasar el rato en casa de su novia. Allí fue donde se encontró con David, su hermano menor. Medio siglo más tarde, todavía no se ha sacado a aquel chico de la cabeza.

"Era como de otro planeta, como encontrarse con un extraterrestre", afirma Wigler, que terminó mudándose un poco más al este de Long Island como genetista en el Laboratorio Cold Spring Harbor. "Era muy distinto del resto de gente que conocía. Para empezar, movía mucho los brazos. También movía mucho la cabeza y nunca te miraba cuando te hablaba. Además tenía un conocimiento asombroso sobre estadísticas de béisbol. Y pensé :"Este chico es realmente diferente. Quiero decir, no es que sea un poco diferente. Es muy diferente".

En las décadas de 1950 y 1960 los niños como David eran más o menos anomalías sin nombre. Mucho después de convertirse en un destacado investigador sobre el cáncer, Wigler hablaba sobre el chico con colegas, estudiantes, investigadores postdoctorales, escritores y prácticamente con cualquier persona. Tal y como recuerda uno de esos investigadores postdoctorales, "en aquel momento el autismo simplemente no existía, no lo llamaban autismo, así que Mike no sabía que aquel chico tenía esa enfermedad en particular". Sin embargo, Wigler se quedó fascinado por el misterio biológico que pudiera explicar el aberrante comportamiento. "Creo que eso es probablemente lo que hizo que me interesara por la genética", asegura.

De hecho Wigler, que hoy día tiene 67 años, dedicó su carrera a la genética y acabó siendo uno de los pensadores más originales y productivos de la investigación sobre el cáncer. Así que fue un poco sorprendente cuando, hace unos 10 años, se pasó a la investigación del autismo. Más sorprendente aún es lo que él y otros genetistas inconformistas empezaron a encontrar.

Una de las cosas que Wigler había observado en el cáncer es que la enfermedad generalmente está provocada por mutaciones espontáneas. En lugar de esconderse entre la población durante generaciones y pasar desde los antepasados ​​a sus descendientes, como ocurre en enfermedades mendelianas clásicas como la enfermedad de Huntington, estas mutaciones no hereditarias aparecían en una generación. Suponían cambios nuevos en las mutaciones de ADN, conocidas como mutaciones de novo en la jerga de los genetistas. Como investigador del cáncer, Wigler desarrolló nuevas técnicas para la identificación de estas mutaciones, y eso condujo a otra sorpresa. Algunas de estas nuevas mutaciones a veces eran increíblemente complejas; no eran sólo pequeños errores tipográficos en el ADN, sino enormes trozos de texto duplicado o ausente, que a menudo creaban regiones en los cromosomas propensas a errores o inestables.

Todo eso, el recuerdo de David, sus éxitos en la comprensión de la genética del cáncer y el darse cuenta de que enfocarse en el aspecto hereditario podría hacer que se pasaran por alto algunos de los genes más importantes que provocan la enfermedad, sirvió de trasfondo cuando, en la primavera de 2003, Wigler recibió una llamada de James Simons, un adinerado gestor de hedge funds y cofundador (con su esposa) de la Fundación Simons, cuya hija había sido diagnosticada con un trastorno del espectro autista. La fundación había recibido una propuesta de subvención para un proyecto de investigación, y Simons preguntó a Wigler si estaría dispuesto a evaluarla.

Los investigadores se habían propuesto dar captura a los genes del autismo utilizando métodos convencionales y buscando mutaciones hereditarias transmitidas de padres a hijos. Wigler no se mordió la lengua. "Pensé que estaban buscando en el lugar equivocado", asegura ahora. "Y no quería que todo el esfuerzo fuera en vano".

Wigler, aún fascinado por el chico que había conocido 40 años atrás, se unió al proyecto. "¿Autismo?",  recuerda haberle preguntado a Simons. "¿Autismo? Quiero trabajar en el autismo".

Tras empezar con un artículo en Science en 2007 y culminar con un informe publicado en Nature en octubre pasado, el grupo de Wigler y sus colaboradores ha reescrito totalmente la historia de los orígenes genéticos de trastornos del espectro del autismo. La historia es tan inesperada y "fuera de contexto", como dice el propio Wigler, que muchos otros investigadores genéticos se negaron a creerla en un principio. Wigler y sus colegas han demostrado que muchos casos de autismo parecen surgir de mutaciones de novo raras, es decir, nuevas arrugas en el tejido de ADN que no se heredan de manera tradicional, sino que surgen como problemas técnicos de última hora durante el proceso de formación del esperma o los óvulos de los padres.

Es importante destacar que estas raras mutaciones tienen grandes efectos sobre el desarrollo y la función neurológica. Los métodos de Wigler han permitido a los investigadores centrarse en una gran cantidad de genes dañados en personas con autismo y empezar a clasificar los subtipos según los genes implicados. Y han empezado a dar el siguiente paso: usando los genes específicos como pistas, están trabajando para identificar vías de importancia crítica que puedan arrojar luz sobre el funcionamiento del desorden y sugerir posibles terapias.

Errores de publicación

No resulta sorprendente que la genética del autismo sea un puzle de gran dificultad. Después de todo, los trastornos de autismo cubren un espectro que va desde un comportamiento atípico pero muy funcional a una grave discapacidad intelectual, una mezcla de excitación y retraimiento, una impresionante capacidad intelectual y discapacidad mental grave, explosiones cinéticas de movimiento y acciones repetitivas, y otros síntomas observados en diversos grados en diferentes personas. Sin embargo, gran parte de la investigación actual se basa en la creencia de que la aberración más mínima a nivel de genes, en el lugar equivocado en el momento equivocado durante el desarrollo, puede producir los tipos de comportamientos aberrantes que caracterizan el autismo: torpeza social y pensamientos y acciones repetitivos.

Desde que el trastorno fue descrito por primera vez en 1943 por Leo Kanner en la Universidad Johns Hopkins de EEUU, su naturaleza compleja y paradójica ha dado muchos quebraderos de cabeza. Los investigadores han presentado varias hipótesis que no han sobrevivido al escrutinio científico, atribuyéndolo a causas que van desde madres emocionalmente distantes a ingredientes en las vacunas infantiles. La genética siempre había sido una ruta de exploración obvia, puesto que se sabía que el autismo se hereda en las familias. Así que los investigadores han pasado años recopilando datos sobre familias afectadas, en busca de mutaciones sospechosas transmitidas de padres a hijos.

Los genetistas empezaron a estudiar minuciosamente los genomas en busca de pequeños errores compartidos en el ADN y que fueran observados con frecuencia suficiente como para explicar el trastorno. Pero, por regla general, estos intentos no lograron aportar demasiada información. Tal y como decía Wigler, "no merecían la pena". Aunque la búsqueda dio como resultado algunas variantes genéticas comunes en personas con autismo, cada una de estas variantes sólo tiene un efecto insignificante. El intento de encontrar las causas genéticas del autismo usando esta estrategia fue "un fracaso total", según el director científico de la Fundación Simons, Gerald Fischbach.

Eso fue precisamente lo que argumentó Wigler a James Simons cuando la fundación le pidió consejo. Wigler quería tomar el camino contrario: buscar nuevas mutaciones que no fueran compartidas por padres e hijos. Aunque eran extremadamente raras, estas mutaciones a menudo resultaban muy perjudiciales y creaban efectos devastadores en una sola generación. Su identificación sería una forma mucho más eficaz de discernir qué genes son especialmente importantes en el autismo. Así que Wigler instó a la Fundación Simons a encontrar familias en las que un solo hijo tuviera autismo, mientras que los padres y hermanos no lo tuvieran. Gracias a su investigación sobre el cáncer, su equipo y él ya habían desarrollado la tecnología para detectar mutaciones recién surgidas, algo que también parecía ser una forma más potente de identificar genes clave relacionados con el autismo.

La incursión de Wigler en el autismo llegó en un momento importante de la biología de los trastornos del desarrollo. Una cosa era encontrar nuevas mutaciones implicadas en el cáncer, una enfermedad a menudo resultante de daños genéticos en el ADN de una persona a lo largo de la vida. Otra cosa muy distinta era sugerir que las mutaciones de novo jugaban un papel importante en enfermedades que se desarrollan pronto durante la vida. Sin embargo los científicos dirigidos por Wigler, además de otros entre los que estaban Evan Eichler de la Universidad de Washington (EEUU), habían empezado a descubrir que el propio genoma no era lo que los anteriores investigadores habían imaginado. Aunque el Proyecto del Genoma Humano había presentado el ADN genómico como una única secuencia de letras (la "secuencia"), y a partir de ahí los investigadores catalogaron variaciones consistentes principalmente en miles de pequeñas diferencias de una o dos letras, los genetistas de la "nueva escuela" estaban encontrando rarezas: enormes duplicaciones, agujeros y grandes extensiones de segmentos repetitivos, conocidos colectivamente como variaciones en el número de copias. "Supongamos que compras un libro" afirma Wigler. "Estamos acostumbrados a comprar libros con la tapa a la derecha, las páginas en orden y que cuenten una historia continua. Pero imaginemos una editorial que duplicara las páginas, perdiera algunas o cambiara el orden. Eso es lo que sucede en el genoma humano. A eso se le llama variación en el número de copias".

Resulta que esta forma de mutación aparece con una frecuencia sorprendente en el texto genético humano. El grupo de Wigler observó por primera vez el fenómeno en las células cancerígenas, pero presentían que errores "de publicación" similares también podrían desempeñar un papel en enfermedades como el autismo. Efectivamente, cuando los investigadores examinaron los genomas de personas con autismo, a menudo encontraron duplicaciones o ausencias de ADN raras y a gran escala, unas mutaciones que no están presentes en la madre o el padre. El hecho de que no se hereden sugería encarecidamente que eran corrupciones recientes del texto genético, y que casi con toda seguridad surgían en los espermatozoides u óvulos de los padres.

A medida que más familias participaron en la investigación, y a medida que las tecnologías para la identificación de mutaciones mejoraron, este cuerpo de trabajo construyó una nueva imagen de la genética del autismo (de hecho, de la genética de los trastornos neurocognitivos en general), y confirmó que las mutaciones de novo y las variaciones en el número de copias son responsables de muchos casos de la enfermedad. Además estas mutaciones parecen ser especialmente prevalentes en genes que afectan el desarrollo neurológico y la cognición.

En octubre, el grupo de Wigler, junto a colaboradores con Eichler de la Universidad de Washington y Matthew State en la Universidad de California de San Francisco (EEUU), identificaron hasta 300 genes potencialmente relacionados con el autismo. Veintisiete de ellos confieren un riesgo significativamente mayor cuando se ven afectados por estas nuevas mutaciones raras. Cada mutación de novo específica es lo suficientemente rara como para hallarse en menos del 1% de la población autista, pero colectivamente podrían representar el 50% de todos los casos de autismo, señala Fischbach desde la Fundación Simons.

Algunos de estos genes están activos en las primeras semanas del desarrollo cerebral prenatal, y otros se ponen en marcha después del nacimiento. Algunos afectan a la función de las sinapsis, las uniones entre las células nerviosas, y otros a la forma en que el ADN se empaqueta (y activa) dentro de las células. Un gen, el CHD8, que el grupo de Eichler vinculó previamente a niños con una forma grave de autismo, también se ha relacionado con la esquizofrenia y la discapacidad intelectual. Los subtipos de autismo parecen estar asociados con mutaciones en ciertos genes, algo que podría empezar a explicar antiguos misterios como por qué algunos casos de autismo producen síntomas graves, mientras que otros causan tics de comportamiento más modestos.

Los resultados también proporcionan una idea de por qué el autismo es tan común. "Permítanme destacar un punto crítico, y uno de los conocimientos más grandes provenientes de la genética del autismo", señala el profesor de la Universidad de California en San Diego (EEUU), Jonathan Seba, que trabajó previamente en el laboratorio de Wigler y ayudó a revelar este nuevo paisaje genético. "No apreciábamos completamente la plasticidad del genoma, en el sentido de la cantidad de nuevas mutaciones que existen.  El genoma está mutando y evolucionando constantemente, y existe un flujo fijo de nuevas mutaciones en la población. Cada niño que nace tiene aproximadamente 60 nuevos cambios en su secuencia de ADN, y de cada 50 niños que nacen al menos uno tiene una reordenación de gran tamaño. Esto contribuye de forma muy importante a los trastornos del desarrollo".

Otro descubrimiento sorprendente es que ciertas regiones del genoma humano parecen especialmente propensas a sufrir grandes cambios. Algunos de estos "puntos calientes" genéticos no sólo parecen estar vinculados a muchas formas de autismo, sino que algunos de ellos tienen una profunda y significativa historia evolutiva. Si los investigas a lo largo del tiempo, como han comenzado a hacer en el laboratorio de Evan Eichler, es posible empezar a vislumbrar el surgimiento de los rasgos que distinguen precisamente a los humanos de los demás animales. "Es una idea un poco loca", asegura Eichler, "pero es como si el autismo fuera el precio que hay que pagar por que la especie humana esté en evolución".

Las variaciones en el número de copias en un punto importante específico del brazo corto del cromosoma 16, por ejemplo, se han asociado con el autismo. Al comparar el ADN de chimpancés, orangutanes, un neandertal y un denisovano (otro ancestro humano) con los genomas de más de 2.500 seres humanos contemporáneos, muchos de ellos con autismo, un miembro del grupo de Eichler, Xander Nuttle, ha sido capaz de ver cómo este área del cromosoma ha sufrido cambios significativos a lo largo de la historia evolutiva. Se conoce como BOLA2 y parece promover la inestabilidad. La mayoría de primates no humanos tienen dos copias del gen: los neandertales tienen dos, los seres humanos contemporáneos entre tres y 14, y en casi todas las muestras que los investigadores han estudiado aparecen múltiples copias del gen. Esto sugiere que las copias adicionales del gen BOLA2, que predispone a las personas a trastornos del neurodesarrollo como el autismo, también deben conferir algún beneficio genético para la especie humana. De lo contrario, la presión evolutiva habría acabado con las duplicaciones del genoma. En otras palabras, las mismas duplicaciones que pueden conducir al autismo también pueden crear lo que Eichler denomina "criaderos" genéticos en los que surgen nuevas variantes de genes que mejoran la cognición o algún otro rasgo humano.

En una reunión de la Sociedad Americana de Genética Humana el otoño pasado, Nuttle señaló que esta región propensa a la mutación, que contiene más de dos docenas de genes relacionados con la función neurocognitiva, está junto a un gen intrigante

"El giro evolutivo de toda esta historia", afirma Eichler, "es que nuestro genoma está configurado realmente para fracasar, en el sentido de que somos propensos a eliminar y duplicar. La otra cara de todo esto es que esa desventaja selectiva se compensa con la aparición de nuevos genes que nos dan una ventaja cognitiva".

Diagnóstico esperanzador

A pesar de los recientes avances en genética del autismo, los tratamientos no han cambiado mucho. El director del Instituto Nacional de Salud Mental (EEUU), Thomas Insel, habló sobre los nuevos hallazgos en una entrevista con un periodista de la Fundación Simons en una reunión de la Sociedad para la Neurociencia el pasado noviembre. "Ha sido un increíble período de descubrimiento", señaló Insel, "pero las familias quieren intervenciones, no artículos académicos".

A medida que los investigadores genéticos identifican más genes implicados en el autismo, están empezando a clasificar los casos de autismo en función de su asociación con mutaciones particulares. El equipo de Eichler, por ejemplo, reunió recientemente a un grupo de pacientes con una mutación en el gen CHD8. Y "de forma algo previsible", según Eichler, los individuos compartían muchos síntomas: el 73%, por ejemplo, tenía problemas gastrointestinales graves (según descubrieron los investigadores posteriormente, el CHD8 también está activo en el intestino). Estos hallazgos podrían algún día usarse para desarrollar intervenciones en genes específicos. La esperanza a largo plazo es que a medida que se descubran más mutaciones raras asociadas con el autismo, los genes afectados tenderán a converger en formas que sugieran vías moleculares de importancia crítica para el desarrollo y la función neurológica.

Los investigadores se apresuran a señalar que las mutaciones de novo son sólo una parte de la historia del autismo. Los científicos siguen a la caza de mutaciones hereditarias y variaciones comunes que también pudieran desempeñar un papel importante. Pero mediante el uso de mutaciones de novo para centrar la atención en algunos de los genes implicados, Wigle y otros expertos han renovado la esperanza en el campo. De hecho, aunque Wigler admite que hay "mucho camino por recorrer" antes de que los hallazgos genéticos se traduzcan en medicamentos útiles, ve posibilidades terapéuticas en la naturaleza misma de esas mutaciones. "Puesto que los niños con autismo tienen un gen malo y uno bueno, creo que debería haber formas de conseguir que el gen bueno sea más activo y probablemente invierta las cosas", afirma.

Los hallazgos genéticos también sugieren que en un futuro más lejano podrían ser posibles formas de terapia aún más distintas (y éticamente provocativas). "Muchos de los genes que ahora creemos que son importantes para el autismo, esencialmente están activos entre las 8 y 16 semanas del desarrollo", señala Eichler. "Así que no sólo hay que hacer un diagnóstico precoz, sino que algunas personas argumentan que hay que intervenir de forma precoz para poder marcar una gran diferencia". Y puesto que muchos de los genes en cuestión también están relacionados con la inteligencia, Wigler señala que será tentador aprovechar tecnologías emergentes como el análisis del genoma prenatal y las nuevas y precisas herramientas de edición de genes como parte de intervenciones más amplias en el desarrollo cognitivo. "Adentrarnos en todo ello es un poco peligroso", añade, "porque estamos acercándonos a crear bebés de diseño y al mundo de Gattaca. El mundo del autismo nos pone cara a cara con cierto tipo de ciencia ficción".

A pesar de la urgencia de Wigler por entender el rompecabezas del autismo, su curiosidad también tiene que atenerse a ciertas limitaciones. A la pregunta de si alguna vez había tenido la tentación de volver a ver a David, el niño autista que inspiró su interés inicial en la enfermedad, prácticamente dio un salto. "No", dijo rápidamente. "Eso sería una intromisión". Pero aún así no puede dejar de hablar del hermano de su exnovia con algo de admiración. "No es que intentara ser diferente, ¿sabes? No lo era", dijo. "En todo caso, probablemente estaba haciendo lo contrario. Es sólo que realmente era diferente. Y era algo increíble".

Stephen S. Hall es un escritor de ciencia con sede en Nueva York (EEUU), y enseña ciencias de la comunicación y periodismo en la Universidad de Nueva York. Su último artículo para 'MIT Technology Review' fue "Del amor al odio solo hay un haz de luz".

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