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Alicia Vera

Cambio Climático

La activista que salvó a sus vecinos de los efectos del cambio climático

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Valencia Gunder organizó una campaña para distribuir comida en los barrios de bajos ingresos afectados por el huracán Irma en Miami (EE.UU.). Gracias a su iniciativa, se repartieron alimentos a 23.000 personas, todo un ejemplo a seguir para ayudar a las comunidades vulnerables tras un desastre natural

  • por Karen Hao | traducido por Ana Milutinovic
  • 06 Mayo, 2019

Recibió la llamada tres días antes de que el huracán Irma azotara Miami (EE.UU.). Una anciana, que vivía en una vivienda social y dependía de una silla de ruedas para moverse, no tenía ni comida, agua, ni oxígeno de emergencia. Al otro lado de la línea telefónica, la líder de la comunidad y activista Valencia Gunder no tenía nada más que ofrecer. En los días anteriores, Gunder había agotado sus ahorros personales comprando alimentos y suministros de emergencia para cualquier persona que llamara pidiendo ayuda. Las tiendas de alimentación ya estaban vacías y solo le quedaban 180 euros, que había guardado para las consecuencias de la tormenta.

A lo largo de 2017, Gunder había formado parte del comité directivo de la iniciativa 100 Ciudades Resilientes de Miami, una iniciativa para preparar la región contra los efectos cada vez más graves del cambio climático. El comité intentó pensar un plan para proteger a los más vulnerables: aproximadamente el 30 % de las personas en esa zona viven por debajo del umbral de la pobreza y duplican ese porcentaje los que tienen dificultades para llegar a fin de mes.

Pero cuando el huracán Irma azotó el Caribe con vientos de 290 kilómetros por hora y se dirigió al sur de Florida (EE.UU.), Gunder supo que lo que habían preparado no iba a ser suficiente. "No sabía qué hacer", dice ella, con una voz quebrada al recordar la sensación de desesperación. "Ya estaba ahí. El último golpe. Creía que teníamos que hacer algo".

"Ya estaba ahí. El último golpe. Creía que teníamos que hacer algo"

Mientras los vecinos más ricos compraban billetes de avión a última hora para escapar de la tormenta, Gunder trabajaba a contrarreloj. Encontró un refugio de emergencia para esa anciana y envió una serie de peticiones a otros activistas y líderes comunitarios. Cuando la electricidad se cortó en su casa la mañana en la que llegó Irma, ya había lanzado una campaña en las redes sociales y había preparado un almacén vacío para que sirviera como sede para la operación de auxilio comunitario después del huracán.

En un subidón de adrenalina para salvar de la devastación a los más pobres de Miami, no se dio cuenta de que había sentado las bases para una nueva forma de desarrollar la capacidad de resiliencia comunitaria. Es algo que ya han adoptado distintas ciudades estadounidenses que, como Miami, tienen enormes dificultades con el aumento de huracanes, sequías e inundaciones.

El estudio moderno sobre la resiliencia comunitaria ante los desastres tiene sus raíces en una devastadora ola de calor que ocurrió en Chicago (EE.UU.) en 1995. Ese mes de julio, las temperaturas se acercaron a los 43 °C con un altísimo nivel de humedad; 739 personas murieron, convirtiéndose en el acontecimiento más letal de este tipo en la historia de EE.UU.. Las autoridades municipales lo lamentaron afirmando que se trataba de un "evento meteorológico único" cuyas pérdidas humanas no podían haberse evitado. 

Pero años más tarde, cuando el sociólogo Eric Klinenberg revisó los datos de las víctimas mortales, sacó conclusiones completamente diferentes que ahora son fundamentales para nuestra comprensión de cómo los fenómenos naturales se convierten en desastres naturales.

Descubrió que dos comunidades minoritarias de bajos ingresos habían sufrido destinos opuestos, aunque solo estaban separadas por una carretera principal. En una de estas comunidades, la del barrio North Lawndale de mayoría afroamericana, murieron 10 veces más personas que en la otra comunidad, que estaba compuesta en su mayoría por latinos del South Lawndale. Klinenberg descubrió que esa diferencia se debía a la historia de cada comunidad. La ciudad había dejado desatendido el barrio North Lawndale durante años y su economía local había disminuido ante la escasez de servicios públicos e inversiones.

A medida que los negocios, empresas y residentes abandonaban este barrio, la tasa de criminalidad se disparó. Muchos ancianos tenían miedo de abandonar sus hogares sin aire acondicionado, donde sufrieron el golpe de calor. Por el contrario, South Lawndale era un centro para los inmigrantes mexicanos cuya población aumentaba constantemente por las nuevas llegadas. Eso mantenía a las empresas locales y creó una animada situación de barrio por lo que los ancianos se sentían seguros para ir a negocios e instalaciones con aire acondicionado.

"Sí, las condiciones climáticas fueron extremas", explicó Klinenberg más tarde en una entrevista. "Pero las razones de fondo de la tragedia fueron los desastres cotidianos que la ciudad toleraba, daba por sentado u olvidaba oficialmente".

Los hallazgos de Klinenberg enseñaron a los expertos y a los profesionales del Gobierno que para evitar el sufrimiento hace falta mejorar la salud social y la estabilidad económica de las comunidades, así como la adaptación física. De esa idea surgió un corpus de estudios y, en 2018, la Red de Directores de Sostenibilidad Urbana, una organización que fomenta la innovación en las ciudades, publicó un libro blanco sobre un nuevo modelo para los "centros de resiliencia" gestionados por la comunidad.

Ese documento definía un centro de resiliencia como un lugar físico, por ejemplo una escuela, iglesia o centro comunitario, en el que los residentes locales confían. En situaciones normales, el centro cumpliría su función habitual y también ofrecería recursos como asesoramiento financiero, servicios de búsqueda de empleo o clases nocturnas. Durante un desastre natural, se convertiría en un centro de operaciones para distribuir ayuda de emergencia, o en un refugio temporal para las personas que tenían que abandonar sus hogares.

La mañana después de que Irma llegara, Gunder no pensaba en los centros de resiliencia. Sin saber que su propia casa se había inundado, se reunió con un pequeño grupo de voluntarios en aquel almacén vacío, que ella denominó centro de operaciones de emergencia de la comunidad, o CEOC. Juntaron el poco dinero que tenían y fueron directamente a las tiendas de alimentación para comprar perritos calientes y bollos. Después arrastraron la parrilla que Gunder tenía en su casa hasta los barrios de bajos ingresos, uno por uno. 

Todo era un caos. Las calles estaban inundadas, las ventanas destrozadas, los techos derrumbados por la caída de los árboles. Más de dos millones de hogares y negocios perdieron la electricidad en el sur de Florida, y decenas de miles seguían sin ella una semana después. Las personas que no habían comido nada desde antes de la tormenta se ponían en fila en el improvisado reparto de comida de Gunder, confundidas por su generosidad. Un hombre que dijo que trabajaba para la junta escolar se acercó sollozando y pidiendo por comida a cambio de trabajo. "Esta comida es para todos", Gunder tuvo que tranquilizarlo. "Vinimos a alimentar a la gente de forma gratuita".

En los primeros dos días, su equipo estiró los fondos para alimentar a unas 400 personas. Pero el tercer día, mientras veía crecer la fila de personas en Overtown, un barrio mayoritariamente afroamericano, se dio cuenta de que necesitaba más dinero. Abrumada por la cantidad de necesitados, llamó a la Fundación Miami, una organización local sin ánimo de lucro, y empezó a llorar. Afortunadamente, la Fundación había recibido donaciones para apoyar los esfuerzos de ayuda por el huracán, y antes ya había trabajado con Gunder. Le transfirió unos 9.000 euros, cambiando completamente el alcance de su operación.

Foto: Alicia Vera

Cada mañana, Gunder se reunía con los voluntarios en el CEOC y creaba un plan de acción. Después organizaban los equipos para establecer una red de reparto de comida en los barrios de bajos ingresos. En cada barrio, los voluntarios se dividían en dos grupos: uno para preparar y repartir la comida, y el otro para llamar a las puertas para avisar y ver a las personas.

Ambos grupos también recopilaban datos: cuántas personas alimentaban, quiénes necesitaban atención médica y datos demográficos básicos, como el tamaño de cada hogar y sus ingresos totales. Todos esos datos se enviaban a la sede del CEOC y se unían para identificar los puntos críticos. A medida que lo que Gunder estaba haciendo comenzó a difundirse a través de la prensa y las redes sociales, empezaron a llamarle los gobiernos locales, las organizaciones sin ánimo de lucro y otros equipos de respuesta a emergencias para preguntar dónde dirigir su ayuda y suministros.

Los números hablaban por sí mismos. En una semana y media, el CEOC había alimentado a 23.000 personas y reveló un modelo completamente nuevo sobre cómo proporcionar recursos de manera eficiente a las comunidades más vulnerables.

Actualmente, Miami está utilizando el CEOC como base para una red de centros de resiliencia. El comité directivo de 100 Ciudades Resilientes está trabajando con líderes comunitarios y organizaciones sin ánimo de lucro en los barrios de la ciudad para encontrar espacios de confianza para los nuevos centros. El pasado mes de marzo, algunos representantes de Miami y otras ciudades del país, incluyendo Washington D. C., Providence (Rhode Island) y Ann Arbor (Michigan) se reunieron para aprender de la experiencia de los demás.

Para Gunder, todo esto es solo el inicio. Su rostro se ilumina cuando habla sobre la nueva red de centros, pero su mente se impacienta por lo que viene después. Sueña con el día en el que los barrios con los que trabajó por fin salgan de su pobreza y crezcan a su máximo potencial. "Sé que a pesar de que estas comunidades tienen todos estos males sociales, ellas encarnan esta hermosa resiliencia", concluye ella. "Solo hace falta un poco de orientación y búsqueda para encontrarla".

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