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Jenny Siegwart

Biotecnología

Soledad, aislamiento y cerebro: la nueva rama de la neurociencia

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La neurocientífica Kay Tye está decidida a descubrir qué pasa en nuestra mente cuando nos sentimos solos y cómo ese sentimiento afecta a nuestra salud física y mental. De momento, ya ha identificado qué zona del cerebro se activa ante la falta de contacto social indeseado

  • por Adam Piore | traducido por Ana Milutinovic
  • 09 Septiembre, 2020

Mucho antes de que el mundo oyera hablar del coronavirus (COVID-19), la neurocientífica del Instituto Salk de Ciencias Biológicas Kay Tye se había propuesto responder a una pregunta que ha adquirido un nuevo peso en la era del distanciamiento social: cuando las personas se sienten solas, ¿desean interacciones sociales de la misma manera que una persona hambrienta ansía la comida? ¿Y acaso podrían ella y sus colegas detectar y medir ese "anhelo" social en los circuitos neuronales del cerebro?

Tye cuenta: "La soledad es algo universal. Si preguntara a la gente por la calle: '¿Sabe lo que significa sentirse solo?' probablemente el 99 % o el 100 % diría que sí. Parece razonable argumentar que es un concepto neurocientífico. Lo que pasa es que nadie ha encontrado una forma de analizarla y localizarla en células específicas. Eso es lo que estamos tratando de realizar".

En los últimos años ha aparecido muchísima literatura científica que relaciona la soledad con la depresión, la ansiedad, el alcoholismo y el abuso de drogas. Incluso hay un creciente cuerpo de trabajo epidemiológico que muestra que la soledad aumenta las probabilidades de enfermar: parece provocar la liberación crónica de hormonas que inhiben la función inmunológica saludable.

Los cambios bioquímicos de la soledad pueden acelerar la propagación del cáncer, adelantar enfermedades cardíacas y el Alzhéimer, o simplemente extirpar la voluntad de seguir adelante a las personas más vitales. La capacidad de medir el sentimiento de soledad y detectarlo podría ayudar a identificar a las personas en riesgo y allanar el camino para nuevos tipos de intervenciones

En los próximos meses, muchos advierten que es probable que veamos los impactos de la COVID-19 en la salud mental a escala mundial. Los psiquiatras ya están preocupados por las crecientes tasas de suicidio y sobredosis de drogas en Estados Unidos, y el aislamiento social, junto con la ansiedad y el estrés crónico, sería una causa probable. Tye afirma: "El reconocimiento del impacto del aislamiento social en la salud mental afectará a todos muy pronto. Creo que el efecto en la salud mental será bastante intenso e inmediato".

Sin embargo, cuantificar o incluso definir la sensación de soledad es un reto difícil. Tanto que, de hecho, los neurocientíficos llevan mucho tiempo evitando el tema.

El sentimiento de soledad es inherentemente subjetivo, según Tye. Es posible pasar el día completamente aislado, contemplando tranquilamente y sentirse revitalizado. También se puede sufrir esa sensación de aislamiento cuando se está rodeado de una multitud, en el centro de una gran ciudad, o acompañado de familiares y amigos cercanos. O, para tomar un ejemplo más contemporáneo, es posible sentirse profundamente conectado al participar en una llamada de Zoom con seres queridos que se encuentran en otra ciudad, o incluso más solo que cuando comenzó la llamada. 

Eso podría explicar los curiosos resultados que Tye encontró cuando, antes de publicar su primer artículo científico sobre la neurociencia de la soledad en 2016, realizó una búsqueda de otros artículos sobre ese tema. Aunque encontró estudios sobre la soledad en la literatura psicológica, la cantidad de artículos que también contenían las palabras "células", "neuronas" o "cerebro" fue cero.

Los neurocientíficos asumieron hace mucho tiempo que las preguntas sobre cómo podría funcionar la sensación de soledad en el cerebro humano se salen de sus laboratorios centrados en datos.

Aunque la naturaleza del sentimiento de soledad ha preocupado durante milenios a algunas de las mentes más brillantes de la filosofía, la literatura y el arte, los neurocientíficos han asumido desde mucho tiempo que las preguntas sobre cómo podría funcionar la sensación de soledad en el cerebro humano se salen de sus laboratorios centrados en datos. ¿Cómo cuantificar esa experiencia? ¿En qué zona del cerebro habría que empezar a buscar los cambios provocados por un sentimiento tan subjetivo?

Tye espera responder a esas preguntas creando un campo completamente nuevo, pensado para analizar y comprender cómo nuestras percepciones sensoriales, experiencias previas, predisposiciones genéticas y situaciones de la vida se combinan con nuestro entorno para producir un estado biológico concreto y medible llamado soledad. También quiere identificar cómo se ve esa experiencia aparentemente inefable cuando se activa en el cerebro.

Si lo consigue, podría dar lugar a nuevas herramientas para identificar y supervisar a las personas en riesgo de enfermedades agravadas por la soledad. También podría generar mejores formas de manejar lo que podría ser una inminente crisis de salud pública provocada por la COVID-19.

Encontrar las neuronas de la soledad

Tye se ha centrado en poblaciones específicas de neuronas en cerebros de roedores que parecen estar asociadas a una necesidad medible de interacción social, un anhelo que se puede manipular estimulando directamente las propias neuronas. Para identificar estas neuronas, Tye se basó en una técnica que desarrolló mientras trabajaba como investigadora postdoctoral en el laboratorio de Karl Deisseroth en la Universidad de Stanford (EE. UU.).

Deisseroth fue pionero en optogenética, una técnica en la que se implantan proteínas modificadas genéticamente para volverse sensibles a la luz en las células cerebrales. Luego, los investigadores pueden activar o apagar neuronas individuales simplemente iluminándolas a través de los cables de fibra óptica. Aunque la técnica resulta demasiado invasiva para su uso en personas (además de la inyección en el cerebro para administrar las proteínas que requiere pasar el cable de fibra óptica a través del cráneo y directamente al cerebro), permite a los investigadores trabajar con las neuronas de roedores vivos que se mueven libremente y luego observar su comportamiento.

Tye empezó a usar optogenética en roedores para seguir los circuitos neuronales involucrados en la emoción, la motivación y los comportamientos sociales. Descubrió que al activar una neurona y luego identificando las otras partes del cerebro que respondían a la señal que emitía esa neurona, podía rastrear los circuitos concretos de las células que colaboraban para realizar algunas funciones específicas. Tye trazó meticulosamente las conexiones desde la amígdala, el conjunto de neuronas en forma de almendra que se cree que representa la sede del miedo y de la ansiedad tanto en roedores como en seres humanos.

Kay Tye

Foto: La neurocientífica del Instituto Salk de Ciencias Biológicas Kay Tye intenta detectar y medir la soledad en los circuitos neuronales del cerebro. Créditos: Jenny Siegwart

Los científicos saben desde hace mucho tiempo que estimular la amígdala en su conjunto puede provocar que un animal se encoja de miedo. Pero al seguir el laberinto de conexiones dentro y fuera de diferentes partes de la amígdala, Tye pudo demostrar que el "circuito del miedo" del cerebro era capaz de imbuir estímulos sensoriales con muchos más matices de lo que se sabía anteriormente. De hecho, también parecía influir en el coraje. 

Cuando en 2012 Tye instaló su laboratorio en el Instituto Picower para el Aprendizaje y la Memoria del MIT (EE. UU.), estaba siguiendo las conexiones neuronales de la amígdala con la corteza prefrontal, conocida como el CEO del cerebro; y el hipocampo, la base de la memoria episódica. El objetivo era construir mapas de los circuitos del cerebro que nos ayudan a comprender el mundo, darle sentido a nuestra experiencia de cada momento y responder a diferentes situaciones.

Empezó a estudiar la sensación de soledad casi por casualidad. Mientras buscaba nuevos postdoctorados, se encontró el trabajo de la estudiante de posgrado en el Imperial College de Londres (Reino Unido) Gillian Matthews. La joven había hecho un descubrimiento inesperado cuando separó a los ratones en sus experimentos. El aislamiento social, el mero hecho de estar solos, parecía haber cambiado sus neuronas del núcleo dorsal del rafe (DRN, por sus siglas en inglés) de una manera que mostraba que podrían desempeñar un papel en el sentimiento de soledad.

Tye vio las posibilidades de inmediato. "¡Oh, dios mío, esto es increíble!", recuerda que pensó. Para ella, tenía mucho sentido que los signos del aislamiento social se manifestaran en una parte específica del cerebro. "¿Pero dónde está y cómo encontrarla? Si esta pudiera ser un área, pensé, sería muy interesante", añade. Y afirma que, en todos sus estudios neuronales, "nunca antes había visto nada sobre el aislamiento social. Jamás".

Tye pensó que, si Matthews y ella podían crear un mapa de un circuito de la soledad, conseguirían responder al tipo de preguntas que ella quería explorar: ¿Cómo el cerebro le da significado al aislamiento social? ¿Cómo y cuándo, en otras palabras, la experiencia objetiva de no estar rodeado de personas se convierte en la experiencia subjetiva de la soledad? El primer paso fue comprender mejor el papel que desempeñaban las neuronas DRN en este estado mental.

Foto: Las neuronas DRN se muestran aquí dentro del sistema de dopamina y los circuitos posteriores.

Una de las primeras cosas que notaron fue que cuando estimulaban las neuronas DRN, era más probable que los animales buscaran interacción social con sus homólogos. En un experimento posterior, demostraron que, cuando se les daba la opción, evitaban activamente las zonas de sus jaulas que desencadenaban la activación de esas neuronas. Esto sugirió que su búsqueda de interacción social fue impulsada más por un deseo de evitar el dolor que por generar placer, una experiencia que imitaba lo "desagradable" de la sensación de soledad.

En un experimento de seguimiento, pusieron a algunos de los ratones en confinamiento solitario durante 24 horas y luego los reintrodujeron en los grupos sociales. Como era de esperar, los animales buscaban socializar y pasaron una cantidad inusual de tiempo interactuando con otros animales, como si se hubieran sentido "solos". Luego, Tye y Matthews volvieron a aislar a los mismos ratones, esta vez usando optogenética para silenciar las neuronas DRN después de ese período en solitario. Esta vez, los animales perdieron el deseo de contacto social. Era como si el aislamiento social no se hubiera registrado en sus cerebros.

Los científicos saben desde hace mucho tiempo que el cerebro alberga un equivalente biológico al indicador de combustible de un coche, y que se trata de un complejo sistema homeostático que permite que nuestra materia gris rastree el estado de nuestras necesidades biológicas básicas, como las de la comida, agua y sueño. El propósito del sistema es llevarnos hacia los comportamientos apropiados para mantener o restaurar nuestro estado natural de equilibrio. 

Tye y Matthews parecían haber encontrado el equivalente de un regulador homeostático para las necesidades básicas de contacto social de los roedores. La siguiente pregunta era: ¿qué significan estos hallazgos para los seres humanos?

Ganas de sonreir

Para responder a esa pregunta, Tye está trabajando con los investigadores del laboratorio del MIT de la profesora de neurociencia cognitiva Rebecca Saxe, especializada en el estudio de la cognición social y las emociones humanas.

Los experimentos en seres humanos son mucho más difíciles de diseñar porque la neurocirugía necesaria para la optogenética no es una opción. Pero es posible exponer a personas solitarias a imágenes de personas sociables que ofrecen señales sociales, como una sonrisa, y luego controlar y registrar los cambios en el flujo sanguíneo en diferentes partes del cerebro mediante imágenes por resonancia magnética funcional. Y, gracias a algunos experimentos previos, los científicos tienen una idea bastante buena de qué zonas del cerebro deben mirar, un área análoga a la que Matthews y Tye estudiaron en ratones.

El año pasado, la investigadora postdoctoral Livia Tomova, que había supervisado la investigación en el laboratorio de Saxe, reclutó a 40 voluntarios que se identificaron a sí mismos por tener grandes redes sociales y niveles muy bajos del sentimiento de soledad. Tomova les encerró en una habitación en el laboratorio y las privó de cualquier contacto humano durante 10 horas. Para realizar una comparación, Tomova pidió a los mismos participantes que regresaran para una segunda sesión de 10 horas que consistiría en mucha interacción social, pero sin comida.

Fotos: Tomova y Saxe utilizaron escáneres de resonancia magnética funcional para medir la respuesta del cerebro a la comida y a la interacción social después de períodos de ayuno y aislamiento. La imagen de la derecha muestra la actividad en el mesencéfalo asociada con las recompensas.

Al final de cada sesión, se les pidió que se sometieran al escáner de resonancia magnética funcional y se les expuso a diferentes imágenes: algunas mostraban a personas con señales sociales no verbales y otras contenían imágenes de comida. 

A diferencia de Tye y Matthews, Tomova no pudo centrarse en neuronas individuales. Pero sí pudo detectar cambios en el flujo sanguíneo dentro de las áreas más grandes de la exploración, conocidas como vóxeles; cada vóxel mostró la actividad cambiante de poblaciones discretas de varios miles de neuronas. Tomova se centró en áreas del mesencéfalo, que se sabe que son ricas en neuronas asociadas con la producción y procesamiento del neurotransmisor dopamina.

En otros experimentos, estas áreas ya se han relacionado con la sensación de "desear" o "anhelar" algo. Son zonas que se activan en respuesta a imágenes de comida cuando una persona tiene hambre, o a las relacionadas con drogas en personas con adicción. ¿Harían lo mismo en personas solitarias a las que se les muestran imágenes de una sonrisa? 

La respuesta fue clara: después del aislamiento social, los escáneres cerebrales de los sujetos mostraron mucha más actividad en el mesencéfalo cuando se les mostraron imágenes de señales sociales. Cuando los sujetos tenían hambre pero no habían estado aislados socialmente, mostraban una reacción igual de fuerte a las imágenes de la comida, pero no a las sociales.

"Ya sea el impulso por el contacto social o por otras cosas como la comida, parece representarse de una manera muy similar", concluye Tomova. 

El experimento de la pandemia

Comprender cómo se produce el anhelo por el contacto social en el cerebro podría dar lugar a una comprensión más profunda del papel que tiene el aislamiento social en algunas enfermedades.

Medir objetivamente la sensación de soledad en el cerebro, en lugar de preguntar a las personas cómo se sienten, podría proporcionar cierta claridad sobre la conexión entre la depresión y la soledad, por ejemplo. ¿Qué viene primero? ¿La depresión causa la soledad o la soledad provoca depresión? ¿Y acaso podría la intervención social aplicada en el momento adecuado ayudar a combatir la depresión?

Según algunas investigaciones, la comprensión de los circuitos de la sensación de soledad en el cerebro también podría arrojar algo de luz sobre la adicción, a la que los animales aislados son más propensos. La evidencia parece especialmente sólida en animales adolescentes, que parecen ser incluso más sensibles a los efectos del aislamiento social que los más jóvenes y mayores. Las personas de las edades de entre 16 y 24 años son las más propensas a afirmar que se sienten solas, y esta es también la edad en la que muchos trastornos de salud mental comienzan a manifestarse. ¿Existe alguna conexión?

La comprensión de los circuitos de la sensación de soledad en el cerebro podría arrojar algo de luz sobre la adicción.

Pero la necesidad actual más obvia puede ser la respuesta al aislamiento social provocado por la pandemia de COVID-19. Algunas encuestas en internet concluyen que no existe un aumento generalizado de la sensación de soledad desde que comenzó la pandemia, pero ¿qué pasa con las personas con mayor riesgo de tener problemas de salud mental?, ¿en qué momento empieza el aislamiento a poner en peligro su bienestar psicológico y físico?, y ¿qué tipo de intervenciones podrían protegerlas de ese peligro? Cuando logremos medir la soledad, podremos comenzar a descubrirlo, lo que facilitará bastante el diseño de intervenciones específicas.

"Una pregunta vital para la investigación futura es cuánto y qué tipo de interacción social positiva sería suficiente para satisfacer esta necesidad básica y, por lo tanto, eliminar la respuesta de ansia neuronal", escribieron Tomova y Tye en un preprint de su nuevo artículo, publicado al final de marzo. La pandemia "ha puesto en evidencia la necesidad de una mejor comprensión de las necesidades sociales humanas y del mecanismo neuronal subyacente a la motivación social. El estudio actual proporciona un primer paso en esa dirección", explicaron.

En el lenguaje típicamente subestimado de la ciencia, eso señala el nacimiento de un campo de investigación completamente nuevo, algo que no se puede presenciar a menudo, y mucho menos formar parte de él.  

Tye concluye: "Es muy emocionante para mí, porque se trata de conceptos de los que hemos oído hablar un millón de veces en psicología y, por primera vez, descubrimos las células en el cerebro que podríamos vincular al sistema. Y al tener una célula, se puede rastrear hacia atrás y hacia adelante; se puede averiguar qué pasa antes de eso; se puede determinar qué hacen todas las neuronas anteriormente y qué mensajeros envían. Ahora es posible encontrar el circuito completo; ya sabemos por dónde hay que empezar".

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