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Madison Ketcham

Tecnología y Sociedad

Historia de Lunik: el complot de la CIA para robar un satélite soviético

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La URSS iba ganando la carrera espacial sin que EE.UU. hubiera logrado siquiera llegar a la órbita, así que idearon un plan que cambió el curso de la Guerra Fría y la historia: aprovechar una exposición espacial soviética en México para distraer a los guardias, robar el artefacto y descubrir sus secretos

  • por Jeff Maysh | traducido por Ana Milutinovic
  • 28 Enero, 2022

A finales de octubre de 1959, el espía mexicano Eduardo Díaz Silveti entró en la Embajada de Estados Unidos en Ciudad de México (México). Tenía 30 años, era alto y educado con el pelo peinado hacia atrás y descendía de una familia de toreros. Había aprendido el arte de espionaje en la Dirección Federal de Seguridad, o DFS, la policía secreta de México. Durante la Guerra Fría, la capital mexicana estaba tan invadida por espías comunistas que la CIA pidió ayuda a los servicios secretos mexicanos en su lucha contra la Unión Soviética. Durante su entrevista con Tercer Milenio, el programa de televisión mexicana emitida en 2019, Silveti recordó: "Tuve que subir... a la séptima planta. Y ahí estaba Scott". 

Winston Scott, de 49 años, fue el primer secretario de la embajada de Estados Unidos. Esa era su tapadera; también era el más venerado maestro de espías de la CIA en América Latina. Los secretos eran la especialidad de este hombre de Alabama (EE. UU.) de cabello plateado. Este antiguo criptógrafo del FBI, que había llegado a Ciudad de México en 1956, logró convertir aquella oficina de la CIA en una de las operaciones de contraespionaje más exitosas del mundo. Interceptó los teléfonos de las embajadas soviética y cubana, controlaba el aeropuerto e incluso reclutó al entonces presidente de México, López Mateos, como valioso informante, que organizó a los espías crueles y corruptos de la DFS para servir como soldados de infantería en la guerra de Estados Unidos contra Moscú (Rusia). Llamó a Silveti a su oficina, según el mexicano, para ofrecerle una misión ultrasecreta "tremendamente necesaria para Estados Unidos".   

Scott le advirtió que, si las cosas salían mal, "podría comenzar la Tercera Guerra Mundial", aseguró Silveti. 

Alto riesgo

Unas semanas antes, el 4 de octubre de 1959, una columna de fuego había iluminado el cielo sobre el cosmódromo de la remota instalación espacial soviética Baikonur en Kazajstán. Esa noche, el cohete soviético Luna 8K72 rugió hacia el cielo dejando un rastro de humo blanco. Al alcanzar el borde de la atmósfera y arrojar sus cohetes impulsores, la etapa superior en forma de cono se abrió como una muñeca rusa, dejando paso a una sonda espacial más pequeña denominada Luna 3. La nave era del tamaño de un gran contenedor de basura, y posiblemente era la máquina más sofisticada jamás enviada al espacio. Sus cuatro antenas, parecidas a las de los insectos, recibían señales de radio de los soviéticos, quienes lo guiaban en un viaje para ver lo que ningún ser humano había visto jamás: el otro lado de la Luna

Durante dos días, la sonda navegó por el espacio, hasta que el 7 de octubre desapareció detrás de nuestra Luna durante 40 minutos. A bordo, la nave una contaba con una cámara, un procesador automático de película y un escáner, y cuando volvió a acercarse a la Tierra, transmitió 17 fotografías de la cara oculta de la Luna. En Moscú (Rusia), los soviéticos celebraban su última victoria espacial sobre Estados Unidos.

Habían pasado dos años desde el lanzamiento soviético de Sputnik 1, el primer objeto en el espacio creado por el hombre. Mientras orbitaba sobre Kansas, Iowa y Nueva York (todos en EE. UU.), los estadounidenses curiosos sintonizaban los equipos de sonido de sus coches para escuchar su señal electrónica. La gente temía que, si los soviéticos eran capaces de lanzar sondas alrededor de la Tierra y la Luna, fácilmente podrían arrojar una bomba nuclear sobre ellos. En respuesta, Estados Unidos empezó a construir sus propios cohetes y los niños estadounidenses aprendían a esconderse debajo de sus pupitres en simulacros de bombas atómicas. 

Los periódicos estadounidenses sugirieron que la sonda Luna era una farsa y la llamaron, incorrectamente, "Lunik", como Sputnik. En respuesta, la agencia de noticias rusa Tass publicó las fotografías de la nave Luna y un mapa del lado lejano de la Luna con anotaciones en ruso.

"El presidente Eisenhower… está en pánico", dijo Scott, según la entrevista de Silveti con Tercer Milenio. El entonces presidente de EE. UU. había gastado más de 90 millones de euros (unos 830 millones de euros actuales) intentando lanzar su propio Sputnik, pero estaba perdiendo la paciencia: el programa CORONA de la CIA era una vergüenza secreta. Siete cohetes habían fallado, no arrancaban o caían al Pacífico sin siquiera llegar a la órbita: mientras tanto, un astronauta soviético ya entrenaba para caminar sobre la Luna. La nave espacial Luna contenía los secretos del éxito de los soviéticos y, según Scott, había una oportunidad en el horizonte para robarlos.

Los grandilocuentes soviéticos habían enviado sus cohetes Luna en una gira mundial. En una exhibición en Nueva York, espías estadounidenses confirmaron que la sonda Luna que había expuesta era legítima. La CIA planeó secuestrar la nave espacial, examinarla y devolverla sin que los soviéticos se enteraran. Pero no se atrevían a manipularla en suelo estadounidense.

Entonces la CIA se enteró de que el 21 de noviembre la exposición soviética se dirigía al Auditorio Nacional de la Ciudad de México. Un albarán de envío interceptado contenía "modelos de aparatos astronómicos". Las dimensiones de la caja coincidían con la sonda Luna: 5,18 metros de largo y 2,44 metros de ancho. Justo lo que querían. La CIA solo necesitaba unas horas a solas con la sonda para desmontarla, fotografiarla y raspar la nave en busca de restos de combustible líquido e inspeccionar las piezas para encontrar alguna marca de fábrica que pudiera proporcionar información sobre las operaciones soviéticas.

Silveti tenía motivos para rechazar el encargo. Según su libro, Secuestro (Hijack), publicado en español en 1987 con el escritor Francisco Perea, la esposa de Silveti tenía una enfermedad terminal. Él trabajaba para el Estado Mayor Presidencial y su hermano Alberto era el secretario privado del presidente. La vergüenza política sería un desastre, ya que el Gobierno mexicano intentaba presentarse como amigo tanto de la URSS como de Estados Unidos. Pero en cierto modo, Ciudad de México era el lugar perfecto para robar una sonda del tamaño de un autobús escolar delante de las narices de la policía secreta soviética. 

Al hablar con Tercer Milenio, Silveti recordó: "Me pregunté: ¿Qué hago? ¿Qué hago?". Se confió al jefe de Gabinete del presidente, José Gómez Huerta, quien alisaba sus cejas con forma de oruga, y le dijo:  "Hazlo. Con mucho cuidado y manteniéndome informado de lo que pasa. A por ello."

Scott y la CIA ya habían estado explorando otros planes para robar la nave espacial. El 19 de noviembre, a 10 kilómetros río arriba por el río Pánuco desde el golfo de México, dos espías estadounidenses observaban como el barco soviético que transportaba el cohete Luna llegaba al puerto de Tampico (México). 

Uno de ellos era el oficial de la CIA italoamericano de Massachusetts (EE. UU.) Robert Zambernardi. Con la piel oscura y bigote negro caído, podía hacerse pasar por un lugareño durante las operaciones encubiertas, y era un experto en fotografía, escritura secreta, disfraces y seducción de mujeres. Zambernardi también controlaba un equipo de mercenarios a los que llamaba Rudos ("tipos duros"), procedentes de la corrupta y violenta Policía Judicial Federal de México. Hacían que los estadounidenses traidores "desaparecieran", según el periodista mexicano y personalidad de televisión Jaime Maussan, quien entrevistó a Zambernardi para el libro sobre la misión, titulado Operación LightFire, publicado en 2017. 

El segundo hombre era el adjunto al director de la estación de Winston Scott, Warren L. Dean, un hombre alto y apuesto, amante de Martini, que se había unido al FBI para perseguir a los nazis en Bolivia y Chile, antes de servir a las órdenes de Scott en Londres (Reino Unido) y luego en Ciudad de México. Dean observaba cómo los trabajadores subían la carga del barco soviético en un tren y le preguntó a su colega si podían atraparlo de alguna manera durante su viaje al auditorio.

Zambernardi respondió: "Podemos retrasarlo unas horas", pero disuadió a Dean de organizar un gran robo de tren a la mexicana, según Operación Lightfire. "Las fotos en movimiento siempre salen muy borrosas. Necesitamos que el tren se detenga", le explicó.

Los vagones de carga se llenaban lentamente con otros objetos de la cultura rusa: desde sellos postales de hoz y martillo hasta abrigos de piel e instrumentos que mostraban el poder de la ciencia soviética: microscopios de vanguardia que revelaban lo invisible, los mejores telescopios del mundo que llegaban hasta el más allá. Bajo las miradas inquebrantables de los agentes armados de la KGB, los trabajadores subían el cohete Luna al tren. 

Según el relato de Maussan, Dean admitió: "Hay demasiados cabos sueltos aquí. Haremos el secuestro con Silveti". 

Foto: De izquierda a derecha: Warren Dean, Winston Scott, Eduardo Diaz Silveti, Robert Zambernardi. Créditos: Madison Ketcham

El estadounidense y el mexicano formaban una pareja extraña. Dean era 15 centímetros más alto que Silveti y, mientras que el mexicano era muy fiestero, el estadounidense disfrutaba entrenando al equipo de ligas menores de su hijo y adoraba a Happy, la pequeña perra salchicha de su familia, que estaba embarazada en aquel entonces. 

Sin embargo, tenían que trabajar juntos para asegurarse de que los soviéticos no descubrieran la desaparición de la nave espacial. 

Entonces Silveti reunió a un equipo de agentes confiables de la DFS y a su secretaria, Estela, para planificar el asalto. Planearon una burda distracción en el hotel donde se alojaban los soviéticos. Silveti propuso llenar las habitaciones con atractivas chicas mexicanas y estadounidenses, con instrucciones de hacerse amigas de los agentes de la KGB. En la noche de clausura de la exposición, las mujeres atraerían a los soldados soviéticos a una fiesta de despedida en el bar del hotel, mientras que Silveti secuestraría el camión que llevaba al cohete Luna de vuelta a la estación de tren.

En exhibición

El 21 de noviembre de 1959, la exposición soviética se inauguró con gran fanfarria. Miles de mexicanos acudieron en masa al Auditorio Nacional, donde encontraron la entrada llena de enormes excavadoras y maquinaria agrícola soviética. En el interior, los turistas se asomaban sobre los modelos a escala de las plantas de energía nuclear, aceleradores de partículas y el primer barco rompehielos de propulsión nuclear del mundo, Lenin. Los trabajadores pulieron los parachoques cromados de los coches Moskvitch de color verde azulado, y los niños mexicanos sacaban la lengua a las cámaras de televisión soviética. Pero uno de los objetos expuestos fue el que realmente cautivó a la multitud.

Durante dos semanas, hordas de mexicanos quedaban boquiabiertos ante el gigante cohete, con auriculares para escuchar una grabación mal traducida sobre "las ilimitadas habilidades creativas del socialismo". En la tercera y última semana de la exhibición, más de un millón de personas habían pasado por el auditorio, donde guardias soviéticos armados advertían a los espectadores que no se acercaran demasiado a su nave espacial.

"No sabíamos exactamente qué combustible usaban. Ni siquiera sabíamos qué tipo de cohete era. La CIA no estaba tan interesada en la nave espacial en sí, sino en el cohete", Jonathan McDowell, Centro Harvard-Smithsonian de Astrofísica.

Mientras tanto, Silveti estudiaba minuciosamente los mapas de las calles, las rutas y buscaba lugares para llevar la nave Luna y robar sus secretos. Incluso el más mínimo grado de éxito podría proporcionar información vital, explica el astrofísico y experto en satélites del Centro Harvard-Smithsonian de Astrofísica Jonathan McDowell. En ese momento, la Unión Soviética mantenía sus cohetes en máximo secreto y los estadounidenses no podían entender por qué su tecnología resultaba mucho más exitosa. Y añade: "No sabíamos exactamente qué combustible usaban. Ni siquiera sabíamos qué tipo de cohete era. La CIA no estaba tan interesada en la propia nave espacial en sí, sino en el cohete".

Había una buena razón: la nave Luna se conectaba al mismo tipo de cohete que impulsaba los misiles soviéticos que apuntaban hacia Estados Unidos. El historiador espacial estadounidense Dwayne Day coincide en que los estadounidenses estaban más preocupados por la defensa nacional que por la carrera hacia la Luna. La nave Luna contenía "datos que se podían usar para comprender el cohete soviético que lo lanzó", asegura. 

El hombre a cargo de proteger a la sonda Luna era, según recordaba Silveti, el segundo secretario de la Embajada Soviética en la Ciudad de México, Boris Kolomyakov, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, calvo, antiguo oficial de rango de la NKVD (la policía secreta soviética que dirigía los brutales campos de trabajo de Stalin) y en aquel entonces agente de la KGB. Si Kolomyakov pillaba a Silveti con las manos en la masa, podía acabar encarcelado o algo peor. "Todos íbamos a morir", declaró Silveti durante una entrevista con Telemundo, que se transmitió por KNBC en Los Ángeles en 2005.

Mientras planeaban el asalto, Zambernardi intentaba calcular cuánto tiempo necesitaba con la nave espacial Luna. Según Operación Lightfire, le explicó a Dean: "Hice algunas pruebas. Necesitamos un flash muy potente para poder captar detalles en la oscuridad. El problema consiste en que el flash tarda demasiado en cargarse. He conseguido adaptar el flash a las baterías de 12V. La cámara podrá disparar cada 30 segundos". Para obtener lo que necesitaba la CIA, tenían que acceder a la nave espacial durante la noche.

Finalmente, decidieron el plan. Silveti y su equipo de espías tendrían que secuestrar el camión que transportaba la nave espacial la noche en la que iba a salir de la exposición. Lo desviarían a un almacén de leña, propiedad de su cuñado, donde los ingenieros de la CIA llegarían en la oscuridad de la noche para desmontarla e inspeccionarla. Tendrían que devolverlo todo de alguna manera a los soviéticos antes de las siete de la mañana del día siguiente. Dean supervisaría cuidadosamente a Silveti y Zambernardi entregaría los secretos robados a Estados Unidos.

Cuando quedaban solo 24 horas antes del asalto, Zambernardi abrió el segundo paquete de Marlboro de ese día y miró hacia la puerta de llegadas del aeropuerto internacional de la Ciudad de México. En el programa Tercer Milenio recordó: "Mi obligación era controlar a los cinco ingenieros que habían sido enviados desde Estados Unidos para hacer la penetración real del cohete". La CIA había enviado a cuatro ingenieros de vacaciones falsas a Acapulco (México), a cinco horas en coche. El quinto ingeniero ya había llegado a México como miembro del "Staff D" (Equipo D).

Según el antiguo oficial de la CIA y jefe de la oficina de Newsweek en Bonn (Alemania) y Londres (Reino Unido), Bayard Stockton, el Equipo D era un escuadrón de asaltantes y ladrones de cajas fuertes conocidos cariñosamente como "Hombres de la segunda planta" por su capacidad de entrar en edificios a través del segundo piso. Estos hombres con vínculos con el inframundo tenían su sede en un recinto del Ejército de EE. UU. en Virginia, escribió Stockton en su libro Flawed Patriot, y solo trabajaban fuera de EE. UU. El hombre del Staff D de Zambernardi, según Stockton, era "un ingeniero mecánico experto en desmontar válvulas y lo que fuera".

Zambernardi hizo cuatro viajes al aeropuerto, cada uno en un coche de alquiler diferente. Llevó a los ingenieros a diferentes hoteles, con la información que necesitaban. Solo sabían que debían estar listos para tomar fotografías y robar muestras de un "equipo delicado". Aparte de eso, su única instrucción fue evitar las enchiladas y las margaritas y consumir solo copos de avena y agua, los gases podrían arruinar la operación. "Trabajarán en un espacio extremadamente reducido. No salga del hotel, no hable con nadie y todo irá bien", explico.

Comienza el asalto

La misión comenzó a finales de diciembre de 1959, en la noche justo después de la clausura de la exposición. Según un informe del Gobierno, los soviéticos creían que la muestra había sido "un gran éxito" y estaban contentos por las reseñas tan positivas en la prensa mexicana. La Habana (Cuba) era la siguiente parada, pero en cuanto los soviéticos empaquetaron la sonda Luna y la subieron al camión, llegó el momento de la primera distracción.

Según el libro de Silveti, los guardias soviéticos abandonaron el bar del auditorio a las cuatro de la tarde y se enfadaron al descubrir que la nave Luna no había partido a tiempo. El conductor, que participó en la operación, explicó que había un problema mecánico. Los soviéticos comprobaban las bujías, el generador y el regulador de tensión, pero nada pudo arrancar el motor; los hombres de Silveti habían manipulado el rotor del distribuidor de encendido.

Eran las cinco en punto cuando llegó un nuevo rotor y el camión pudo arrancar. El retraso funcionó a la perfección. El camión con la sonda Luna entró directamente en el atasco de tráfico por la hora punta, seguido por otro camión lleno de soldados soviéticos. Dean y Silveti también iban atrás.

El camión donde iba la nave Luna se detuvo en un cruce ferroviario, donde los hombres de Silveti habían creado un problema de construcción en la vía. El sonido de claxon de tantos coches hizo que los viajeros salieran de sus vehículos para protestar, mientras los soviéticos decidieron retirarse. "Gracias a Dios que los rusos dejaron de seguir al camión", dijo Silveti en TelemundoEn medio de la confusión, un agente mexicano sustituyó al conductor del camión, quien fue apartado. Mientras tanto, los guardias soviéticos que iban a estar en la estación de tren habían dejado sus posiciones para unirse al grupo de despedida en su hotel.

Eran las 17.30h y la nave espacial Luna había sido secuestrada con éxito. Tenían trece horas y media para llevarla a otro lado, desmontarla, robar algunas piezas importantes, fotografiarla y documentar el resto, luego volver a ensamblar todo y devolver la nave espacial, todo antes de amanecer.

El conductor llevó el camión hasta el almacén de leña en la esquina de las calles Camarones y Norte 73 en el noroeste de la Ciudad de México. Silveti le había pagado a su cuñado para que enviara a sus trabajadores de vacaciones y abrió un agujero en una pared exterior suficientemente grande para que pasara el camión. Los vehículos de la estación de la CIA estaban aparcados alrededor, y sus conductores miraban por sus espejos en busca de los agentes del KGB. 

Mientras tanto, la fiesta de despedida en el hotel estaba en marcha. Según Silveti, los soldados soviéticos "se soltaron con las prostitutas estadounidenses y con el alcohol". El hijo de Zambernardi, Paul, me confesó que su padre había comprado LSD para "ponerles la cara de Mickey a todos". Con cada trago de tequila, se evaporaban sus preocupaciones sobre albaranes de envío y la carga.

A las 19.30 horas, los ingenieros de la CIA llegaron al almacén y sacaron sus herramientas, llaves y destornilladores. Zambernardi les indicó que comenzaran a trabajar. "Tuvieron que analizar la hidráulica, las válvulas, los sistemas eléctricos", recordó Zambernardi.

El silencioso oficial de la CIA Sydney Wesley Finer era miembro del equipo. La agencia había contratado a Finer durante su último año en la Universidad de Yale (EE. UU.), entonces tenía 29 años. Su hija, Debbie Remillard, me contó: "Estudió lingüística rusa y hablaba ruso con fluidez. Era un hombre muy inteligente... pero, en términos actuales, parecía un geek", señaló, describiendo sus gafas de cristal grueso y de montura negra.

Al atardecer, Finer y sus colegas levantaron el techo de la caja con una palanca y sacaron tornillos de 13 centímetros. Fue un trabajo muy peligroso. Zambernardi recordó: "En aquel momento teníamos el control. Dejé a los ingenieros trabajando. Inmediatamente volví a la embajada [de Estados Unidos] para controlar a la embajada soviética". 

Mientras dos hombres de la CIA estaban encima de la caja levantando el embalaje, unas farolas iluminaron la escena. Los agentes se asustaron pensando que la KGB había aparecido y se quedaron paralizados con sus herramientas en las manos. En un artículo desclasificado en la revista de la CIA Studies in Intelligence, Finer escribió: "Tuvimos unos momentos de ansiedad hasta que entendimos que no se trataba de una emboscada, sino del encendido normal de las farolas programado para esa hora".

Después de quitarse los zapatos para no dejar huellas, los ingenieros subieron por el techo del camión en calcetines, con una lámpara colgante y equipo fotográfico. Colocaron una lona sobre el techo del camión para evitar que el flash de las cámaras iluminara el cielo. El espacio era tan estrecho que quedó claro por qué Zambernardi les había dicho que solo comieran copos de avena. 

"La bola de carga estaba en la parte central, con su sonda de antena principal extendida hasta más de la mitad de la punta del cono", recordó Finer. Durante horas, los hombres tomaron fotografías en silencio. "Acabaron un rollo de película con primeros planos de las marcas y lo enviaron para su procesamiento a través de uno de los coches patrulla, para asegurarse de que la cámara funcionaba correctamente". El coche iba rápidamente a un cuarto oscuro escondido en la Embajada de Estados Unidos.

Cuando la noche del viernes se convirtió en la madrugada de sábado, Zambernardi comprobó los negativos. Estaban bien. Mientras tanto, Finer y la otra mitad del equipo trabajaban en la parte de la cola, intentando entrar al compartimiento del motor. Después de una larga hora de girar llaves y quitar 130 tornillos, el equipo instaló una eslinga de cuerda para apartar la pesada tapa de metal. 

Todo lo que se podía quitar de la nave fue desmontado. Partes de los motores, componentes interiores, raspaduras de las aletas del cohete, líquidos que creían que podían ser los restos de combustible... todo lo que tuviera alguna importancia fue desmontado y recogido.

Quitaron el motor, "pero sus soportes de montaje, así como los depósitos de combustible y oxidante, aún estaban en su sitio", recordaba Finer. Fue entonces cuando encontraron un problema. La única forma de ver el interior de la maquinaria era quitando un sistema eléctrico de cuatro vías, que estaba encajado con un cierre de plástico con un sello soviético. El equipo tenía que dejar la nave espacial exactamente como la encontraron. Si los soviéticos descubrían que faltaba un sello, se acabaría el juego. ¿Podrían sustituirlo en medio de la noche?

Los ingenieros arrancaron el sello y lo introdujeron por la ventanilla de un coche que esperaba fuera y que arrancó chirriando a toda velocidad. Finer escribió, "Mientras tanto, los dos colegas que estaban en la parte estrecha de la nave fotografiaban o copiaban a mano todas las marcas en esa sección mientras nosotros hacíamos lo mismo con las del compartimiento del motor". 

A las tres de la madrugada, los estadounidenses terminaron de desmontar la nave espacial soviética. "Todo lo que se podía quitar de la nave fue desmontado. Partes de los motores, componentes interiores, raspaduras de las aletas del cohete, líquidos que creían que podían ser los restos de combustible, todo lo que tuviera alguna importancia fue desmontado y recogido", afirmó Silveti en 1987 al periódico Austin-American Statesman.

Zambernardi recuerda: "Mis técnicos estuvieron trabajando durante toda la noche. Revelamos 280 fotografías y tomamos 60 muestras de válvulas. Teníamos muestras del fluido, del combustible del cohete o lo que fuera". 

Cuando volvieron a montar la nave, el coche de la CIA regresó: trajo un perfecto sello soviético falso. Así podían volver a sellar el panel y ocultar su robo. 

Luego, poco antes de las 4 de la mañana, el almacén se volvió oscuro. Los hombres se imaginaron que los agentes armados del KGB iban a entrar para recuperar lo que era suyo. Después de unos momentos de tensión, las luces se volvieron a encender. No había agentes del KGB ni ametralladoras. Fue un típico apagón de Ciudad de México, les aseguró Silveti.

En dos horas, los soviéticos se despertarían con dolor de cabeza y comenzarían a contar sus cajas en la estación de tren. Finer revisó dos veces la nave espacial en busca de cerrillas, lápices o trozos de papel desechados: cualquier pequeño rastro de su misión permitiría a los rusos descubrir el asalto y provocaría un conflicto internacional. Con todo despejado, volvieron a atornillar la tapa de la base en su posición. En una calle mexicana oscura y estrecha, los estadounidenses descubrieron al corazón del arsenal soviético. Zambernardi recordó: "Todo estaba en mis manos". 

Era el momento de huir. Pero ir marcha atrás con un camión con un remolque requiere habilidad, entrenamiento y espacio que los agentes no tenían en el pequeño almacén de leña. Desesperados, tuvieron que abrirse el camino. Los hombres tardaron casi una hora en hacer un agujero más grande en la pared del almacén, pero a las 5 de la mañana, el camión estaba de nuevo en la calle. Llegó a la estación de tren cuando amanecía sobre las calles vacías. El primer conductor volvió a subir al camión, donde se echó una siesta.

"Aproximadamente cinco minutos antes de las seis de la mañana, la operación se dio por terminada", recordó Zambernardi.

A las siete en punto, se abrieron las puertas. Los soldados soviéticos bombardearon al conductor con preguntas. Les contó la historia que le habían enseñado: había llegado poco después del cierre de la estación, justo cuando los soldados se marcharon a su hotel para la fiesta, y pasó la noche esperando diligentemente con la carga. Desde su coche, Silveti y Dean observaban cómo los soviéticos indicaban que el camión entrara en la estación, sin realizar ningún control. 

De vuelta en la embajada de Estados Unidos, Zambernardi escuchaba las conversaciones pinchadas confirmando que los soviéticos no sabían nada sobre el asalto. Introdujo las piezas robadas y las fotos en una valija diplomática y se la entregó a un conductor, que se fue rápidamente a un pequeño aeródromo. Allí, según Zambernardi, el embajador estadounidense Robert Hill llevó el botín a un jet privado rumbo a Texas (EE. UU.). Silveti recuerda haber llamado por teléfono a Winston Scott para comunicarle la buena noticia.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Dean regresó con su familia. Estaban preocupados porque no había vuelto a casa esa noche, algo inusual. Esa misma noche, su perra Happy había dado a luz a seis cachorros. Dean y sus hijos cuidaban las diminutas criaturas y nombraron cariñosamente a cada una de ellas.

Poco después, según Silveti, Dean y él visitaron al general mexicano Gómez Huerta, que había bendecido la misión. Le entregaron un informe detallado de la operación, una maqueta de la nave espacial Luna y algunas fotografías de recuerdo.

Más tarde, ya a salvo y de vuelta a EE. UU., Wesley Finer de la CIA escribió un informe sobre lo ocurrido esa noche en el que decía: "No hay indicios de que los soviéticos hayan descubierto que Lunik fue sido analizado esa noche". Durante décadas, la familia de Finer no tuvo ni idea de que había ido a México, y mucho menos que había sido crucial en una operación para robar lo que los rusos denominaban la "estación interplanetaria automática". 

Evidencia documentada

En octubre de 2019, la CIA respondió a una solicitud por la Ley de Libertad de Información sobre más pruebas acerca del "Secuestro de Lunik" y desclasificó varios documentos que revelaban más detalles sobre la misión. Sin embargo, en una conversación telefónica, la agencia no quiso confirmar que la misión se había llevado a cabo en México, por la protección de "fuentes y métodos". Un historiador de la CIA me confesó que preferían describir el asalto como un "préstamo". 

Los documentos contenían detalles sobre los secretos extraídos de la misión: "De manera encubierta, pudimos obtener algunos datos precisos sobre el vehículo de la etapa superior del cohete... la etapa Lunik que se acopla directamente al misil balístico intercontinental soviético (ICBM, por sus siglas en inglés)". Al descubrir el peso de los depósitos del propulsor y de la carga, EE. UU. pudo aplicar ingeniería inversa para descubrir la capacidad de rendimiento del vehículo.

Exactamente qué sonda espacial acabó en el almacén de leña esa noche aún no está claro. Silveti suponía que habían robado Luna 3, la misma nave espacial que fotografió el otro lado de la Luna. Pero eso era físicamente imposible: la nave no fue construida para resistir la vuelta a la Tierra. Según el historiador y físico de vuelos espaciales Gunter Krebs, en el momento del asalto, Luna 3 probablemente giraba alrededor de la Tierra a unos 500.000 kilómetros, siendo atraída gradualmente hacia la atmósfera terrestre. El astrofísico de la Universidad de Harvard (EE. UU.) Jonathan McDowell cree que lo que probablemente robaron fue una de las naves Luna 2 que no habían sido parte de ningún lanzamiento exitoso. 

La información robada llegó en el momento adecuado. Apenas unos meses después del secuestro de la nave espacial Luna, EE. UU. orbitó con éxito el satélite espía CORONA, 17 veces alrededor de la Tierra. McDowell recuerda: "Finalmente, después de muchos fracasos, lo lograron. Fue un avance muy importante... y transformó por completo la carrera armamentista". El 19 de agosto de 1960, otro satélite CORONA envió una cápsula de regreso a la Tierra y un avión de la Fuerza Aérea de EE. UU. la cogió en una maniobra en pleno vuelo denominada air snatch.

Dentro de la sonda había un rollo de película Kodak de nueve kilogramos que capturó 427 hectáreas del territorio soviético, incluidas imágenes de las bases aéreas soviéticas. Las imágenes de CORONA eran de baja resolución, según McDowell, por lo que el préstamo de la nave Luna ayudó a la CIA a saber exactamente qué cohetes tenían que buscar ahí abajo. "Habían visto que la maldita cosa de verdad y la tuvieron en sus manos", explica. 

"La Fuerza Aérea decía: 'Necesitamos decenas de miles de misiles'. Y la CIA apareció y contestó: 'Hemos contado los misiles rusos y la situación no es tan mala como pensábamos'".

"Estamos acostumbrados a pensar en que la CIA eran los malos, ¿verdad? Pero, la Fuerza Aérea decía: 'Oh, necesitamos decenas de miles de misiles'. Y la CIA apareció y dijo: 'Hemos contado los misiles rusos y la situación no es tan mala como pensábamos'", cuenta McDowell. Saber que los soviéticos tenían bastante menos poder de cohetes de lo que la CIA imaginaba alivió la paranoia estadounidense. Los alumnos ya no se escondían debajo de sus pupitres, y el programa de cómo agacharse y cubrirse la cabeza iba desapareciendo lentamente.

La Guerra Fría duró varias décadas más, a veces llevando a Estados Unidos al borde de una guerra nuclear. Pero Estados Unidos rápidamente se puso en cabeza en la carrera hacia la Luna. El 5 de mayo de 1961, la NASA lanzó su nave espacial Freedom 7, enviando al primer astronauta estadounidense al espacio, Alan Shepard. El hijo adoptivo de Winston Scott, Michael, me confesó que siempre le había desconcertado una fotografía firmada por Shepard que había encontrado en los documentos de su padre.

En cuanto a la sonda real que fotografió la cara oculta de la Luna, Luna 3, su paradero "no está muy claro", me dijo el historiador espacial Krebs en un correo electrónico. En algún momento antes de 1962 habría vuelto a entrar en la atmósfera de la Tierra, añadió, y se habría fundido en una enorme bola de fuego.

En diciembre de 1962, Dean dejó Ciudad de México para convertirse en el director de Estación de la CIA en Ecuador. Llegó a Quito (Ecuador) en un avión con su perra, Happy, y uno de sus cachorros, Honey. Con el tiempo, el trabajo de la CIA en México se desaceleró. En una revisión de las operaciones de la agencia en este país unos años después de la misión Luna, el nuevo director de la oficina de la CIA en México, John Whitten, se quejó: "A los agentes se les paga demasiado y sus actividades no se controlan adecuadamente". 

En algún momento, los soviéticos sí descubrieron lo que le había ocurrido a su precioso cohete. Quizás detectaron el sello falso o abrieron el motor y encontraron que faltaban todas sus válvulas. O tal vez había un agente doble trabajando para la DFS, o incluso para la CIA. 

En 1964, la presidencia de México pasó de López Mateos a Gustavo Díaz Ordaz, quien tachó a Silveti de traidor por venderse a la CIA, según el Austin American-Statesman. El espía huyó de México con su secretaria, Estela. En su libro, Silveti describe cómo se habían enamorado después de la muerte de su esposa y se mudaron a Texas, no lejos del centro espacial de la NASA en Houston (EE. UU.). 

Winston Scott murió en 1971, habiendo recibido uno de los más altos honores de la agencia, la Medalla de Inteligencia por Servicios Distinguidos. Michael Scott me aseguró que su padre había conquistado México principalmente gracias a su encanto sureño. "No era bilingüe ni había pasado tiempo allí antes… acabó en la Ciudad de México completamente desde cero. Era extraordinario". Por otro lado, Zambernardi disfrutó de una larga carrera en la CIA. "Estuvo muy involucrado en el golpe de Chile", admitió su hijo Paul, y añadió que su padre conocía al notorio narcotraficante Barry Seal. También afirmó que Zambernardi había tomado fotografías de Lee Harvey Oswald entrando a la embajada de Cuba en la Ciudad de México antes del asesinato de JFK.

México disolvió la DFS en 1985, después de las acusaciones de tráfico de drogas, tortura y una red multimillonaria de robo de coches entre Estados Unidos y México. Dos años después, Silveti publicó su libro, porque quería que "la gente de Estados Unidos y México se diera cuenta del impulso que obtuvo el programa espacial estadounidense con este secuestro". Los espías, por su naturaleza, son fuentes poco fiables, pero el relato de Silveti aparentemente fue confirmado por el antiguo subdirector de ciencia y tecnología de la CIA, Albert Wheelon. En 2005, habló con Telemundo y sobre el espía mexicano resaltó: "Le estoy agradecido". Cuando se le mostró esa grabación a Silveti, sus ojos se llenaron de lágrimas. 

Pero no todo el mundo estaba tan contento con su relato: cuando Warren Dean vio a Silveti en la televisión, se disgustó, me confesó su hijo. Dean creía que Silveti había exagerado su papel. "Era uno de los trabajadores contratados por la estación de la CIA de México. Su trabajo era llevar el camión a manos de la CIA. Y eso fue todo lo que hicieron", me explicó Dean Jr. Su padre murió en 2007, después de haber recibido la Medalla al Mérito de Inteligencia de la CIA. Zambernardi falleció en 2010.

Para mi sorpresa, descubrí que Silveti, que actualmente tiene 92 años, vivía tranquilamente en el norte de California (EE. UU.). Hablé con él por teléfono dos veces, en octubre de 2019 y en diciembre de 2020, pidiéndole que verificara algunos aspectos de su vida y hazañas de hace más de 60 años. Estela fue la que contestó cuando llamé. Me dijo que acababan de regresar de la farmacia: Silveti estaba mal de salud.

Hablando en español, Silveti no quiso comentar nada sobre la misión y desautorizó su propio libro, Secuestro, por problemas con su escritor, pero reiteró la afirmación de que había salvado a Estados Unidos. Parecía contento por haber engañado a los soviéticos. "Fueron sorprendidos tan desprevenidos que, cuando finalmente descubrieron lo que había sucedido, ni siquiera sabían a qué país protestar", se jactó en su entrevista con el Austin American-Statesman. (Los gobiernos de Rusia y México no respondieron a las solicitudes de comentarios). Al final, Silveti creía que, con el tiempo, los soviéticos descubrieron que él había estado involucrado. 

En su entrevista a Tercer Milenio dijo: "A finales del año 1963, mientras caminaba por el aeropuerto, nos encontramos con Boris Kolomyakov. Me llamó 'hijo de esto y aquello' y añadió: 'No pierdo las esperanzas de verte colgado en la plaza central de Moscú'". En respuesta, le lanzó un saludo irónico sonriendo: "¡Gracias, señor!"

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