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Emily Luong

Tecnología y Sociedad

"Ser un buen ejemplo": cómo convivir con un robot en la familia

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Este cuento narra la relación entre una adolescente y un androide que sueña, tiene sentimientos… y es su hermana

  • por April Sopkin | traducido por Ana Milutinovic
  • 17 Noviembre, 2021

En el primer año de instituto, mi novio me preguntó: "¿Cómo es tenerla cerca todo el tiempo?" Se refería a Kim. Sonó la campana para el inicio de la tercera clase. Me giré hacia él y la cerradura de mi taquilla se me clavaba en la espalda. Los casilleros se cerraban a golpes a nuestro alrededor. Nuestras bocas todavía estaban muy cerca. Yo quería saber si él también sintió escalofríos calientes recorriendo todo su cuerpo. Pero luego me preguntó por Kim y yo ya no sentía nada en mi cuerpo.

Mi siguiente novio preguntó por Kim justo delante de ella. Como si Kim no estuviera allí. Ella le sonrió, luego me sonrió a mí y después otra vez a él. Kim tocó el enchufe de tres clavijas detrás de su oreja izquierda; fue un simple gesto al que se había acostumbrado cuando ocurrían los silencios incómodos en alguna conversación. Miré a ese novio fijamente, luego subí la mirada al techo hasta que se diera cuenta de que tenía que alejarse de mí.

Después intenté decirles a los chicos, de entrada, de qué no quería hablar. Pero ellos no me hacían caso.

Nuestro padre decía que los adolescentes eran siempre así. No era nada nuevo.

Pensamientos. Sierra Kidd es mi hermana. Soy su Hermana Mayor. Mi nombre es Kim. ¿cuál es el tuyo? Tengo 15 años. Esto se llama avión. Un avión. El agua allí abajo se llama océano Pacífico. Mi edad programada es 15. Bethany y Robert Kidd son mis padres. Mamá y papá. Me parezco a las demás personas, pero soy yo. Mamá y papá quizás quieran que los llame Bethany y Robert y, si es así, eso no es un reflejo de sentimientos negativos. La gente cambia de opinión. Las preferencias hacen que las personas sean individuos. Esto se llama avión. "Beban agua", nos dicen las azafatas. Beber, beber. Todo el tiempo. Mantenerse lubricado. No hay que chirriar, porque chirriar molesta. "Chirría, chirría", dicen, con una voz diferente a la de antes. Y ahora sonríen. Miro por la ventana. Eso es tierra. Estoy sonriendo.

—¿Qué quieres ser? —me preguntó Kim. Yo tenía seis o siete años, estaba tumbada en la cama y ella agachada a la altura de mis ojos. Sus manos se agarraban al borde del colchón como si fuera el borde de un acantilado.

—Astronauta —le contesté.

Sus ojos se agrandaron:

—Eso es nuevo.

Unos días antes, habíamos visto cómo el transbordador Discovery ponía en órbita el telescopio espacial Hubble. Kim estaba en el sofá conmigo, con los brazos levantados mientras se trenzaba el pelo, y, cuando el transbordador arrancó de la plataforma de lanzamiento, ella gritó de asombro. No era la primera vez que se emitía un lanzamiento en televisión, pero pareció que Kim reconoció algo nuevo. Aunque yo era bastante pequeña, ya sabía que había que esperar un cambio. Kim se adaptaba a todo continuamente.

Ese cambio llegó un par de noches después. Kim me dijo: "Yo también quiero ser astronauta". Yo no paraba de parpadear fuerte, su rostro, muy grande, estaba cerca del mío. Ambas teníamos ojos verdes, pelo oscuro y un hoyuelo en la barbilla. Pecas. Querer ser algo era nuevo.

Pequeña Sierra. Cogidas de las manos. No te preocupes. Bebé dormido, tiene dos años, le gustan los plátanos, los cereales, huele a leche, tiene la piel suave, más suave detrás de la oreja y en la nuca. Soy bienvenida y doy confianza, porque soy un buen ejemplo y soy de los primeros como yo, y cuanto más aprendo, más soy. El primer sábado de cada mes, en la cafetería de Georgetown, se reúnen los Hermanos Mayores. Somos tantos que juntamos seis mesas. Pam dice: "Cuanto más recuerdo, más recuerdo. No nos gusta tanto eso como lo que dice Tim: 'Cuanto más aprendo, más soy'". La gente de la cafetería piensa que somos interesantes. Les devolvemos la sonrisa. Ser un buen ejemplo. Los Hermanos Mayores se preguntan unos a otros: "¿Qué haces con tu pequeño?". Y yo digo: "Cantamos, bailamos, dormimos la siesta". No todo el mundo ha pensado en bailar todavía, así que hago como si cogiera las manos de la pequeña Sierra y me muevo de un pie a otro. "No", dice Pam," sé lo que es bailar, pero no lo había pensado como una actividad para hacer con mi pequeño". El grupo me mira. "Sabemos lo que es bailar", dice Tim. Suelto las manos invisibles de Sierra y me siento. Pam dice: "Cuanto más recuerdo, más recuerdo". Ella dice: "Cuando mi batería está a punto de agotarse, recuerdo más. Recuerdo a gente en otro lugar". Tim pregunta: "¿Quién es esa gente?". Pero Pam no lo sabe. Tim pregunta: "¿Qué lugar es?". Pam dice que el lugar es luminoso y ruidoso y que ella no lo conoce.

Conocí a mi esposo cuando yo tenía 35 años, después de pasar por tres psicoterapeutas, dos intentos de creer en Dios (el primero luterano, el otro del tipo Alcohólicos Anónimos), innumerables intentos de dejar de beber alcohol y dos intentos de suicidio. Después de todo eso, tuve más rehabilitación y reuniones. Memorizar las máximas se convirtió en una aceptación real. Las cosas encajaron. Pensé que podría ser una trabajadora social.

El hombre que se convirtió en mi esposo fue primero el asesor de admisiones de la universidad. Le dije que quería convertir mi trauma en algo práctico. Él ni se inmutó. De hecho, dijo que el trabajo social era una trayectoria común para las personas tan experimentadas con la recuperación.

En nuestra primera cita, me tomó de la mano mientras cruzábamos el Puente Memorial en la hora punta. El aire olía fuerte a los gases de los tubos de escape y a algo podrido del río, pero todo mi cuerpo estaba vivo, como si se hubiera encendido un interruptor. La noche era cálida, pero aún más en las palmas unidas de nuestras manos. Había pasado tanto tiempo desde que alguien me tocara. La intimidad relajada salpicada de preguntas superficiales. Todas las cosas que las personas creen que deberían saber sobre las otras.

—¿Qué hacen tus padres? —preguntó.

—Eran investigadores. Robótica.

—¿Tienes hermanos?

—No —dije—. ¿Y tú?

Hermosa Sierra. Inteligente Sierra. Espero a que Tim termine de mostrarle al grupo las mismas fotos de su pequeño. Es una mala señal. Su pequeño es dos años mayor que las fotos que muestra. Aquí, Sierra con su traje de baile azul y plateado. Aquí, Sierra toca el saxofón en su habitación. El grupo pasa mis fotos de uno a otro. Me he perdido las dos últimas reuniones porque el verano está ajetreado. El verano es campamento. Todavía no tengo fotos del campamento, pero el grupo lo entiende. Nadie más tiene fotos. Bebemos agua. Tim dice: "¿Alguien ha visto a Pam?". Nadie ha visto a Pam. Ella es la segunda en dejar de ir a la cafetería. No lo digo, pero vi al pequeño de Pam en el campamento. Sin embargo, Pam no estaba en el campamento.

Al final del curso, nuestros padres nos sentaron y nos explicaron que Kim se iba a matricular como estudiante de instituto conmigo.

—Ya no eres una acompañante —dijo nuestra madre—. En cambio, nos gustaría que fueras una adolescente.

—Te lo has ganado —dijo nuestro padre.

Me senté en el sofá junto a Kim y vi de reojo cómo ella movía sus manos hacia su regazo y las juntaba. Kim siempre escuchaba atentamente, pero esta era su postura para demostrarlo.

—A partir de ahora —le dijo nuestra madre—, tendrás un cumpleaños. El año que viene, cumplirás 16.

—¿Mi edad programable será 16?

—Claro —dijo nuestro padre—. Lo que pasa es que Sierra puede arreglárselas sola ahora. Ella puede ser responsable de sus días.

Bebé dormido, tiene dos años, le gustan los plátanos, los cereales, huele a leche, tiene la piel suave, más suave detrás de la oreja y en la nuca.

Kim se volvió hacia mí. Muy a menudo en nuestras vidas yo sentía que podía leer su mente mirando su rostro, pero no fue así ahora. Todo lo que vi fue el lento procesamiento de nueva información.

Me encogí de hombros:

—Nadie que conozco tiene un Hermano Mayor.

En el segundo año de instituto intenté formar parte del equipo de natación. Las otras chicas parecían serias y seguras de sí mismas de una manera que yo admiraba. Hay que confiar en uno mismo al lanzarse de cabeza hacia algo que realmente no puede atraparte.

Saqué la cabeza del agua de la piscina después de dar la última vuelta, recuperando el aliento pegada a la pared, y allí estaba Kim en su bañador. Sonriendo, muy rara con ese gorro de baño. El entrenador señaló que pasara el siguiente grupo. Kim saltó desde su punto de salida, formando casi sin esfuerzo un arco largo sobre mi cabeza, y entró al agua. Cuando no salió a la superficie, me sumergí para buscarla. Su cuerpo bajó nueve pies (2,7 metros) para llegar al fondo.

En vez de la natación probé con el voleibol, con el grupo de debate, con el consejo estudiantil, con el atletismo. No fue solo que Kim me siguiera cada vez, sino que yo no lograba encontrar un lugar para mí en ninguna parte. Yo circulaba, me sentaba cerca de las esquinas de las mesas y de las habitaciones, entraba la última, salía la primera. Fue entonces cuando empecé a beber alcohol: esos niños eran mi gente, supongo, aunque sabíamos poco sobre la vida del otro. Solo sabíamos que había algo en cada uno de nosotros que no funcionaba muy bien en el mundo normal.

Me alejaba de Kim en los pasillos. Ella se inscribió en diferentes asignaturas porque le había dicho que yo las tenía. Kim esperaba cerca de mi taquilla, repetía mi nombre cuando estaba detrás de mí en la fila del comedor, me saludaba con la mano desde el parking mientras yo entraba al coche de algún amigo.

En casa, yo podía dedicarle a Kim todo el tiempo del mundo. Pero en el instituto, yo rezaba en silencio: "Solo adáptate ya, por favor, por favor, solo adáptate".

En la primavera, la vi al otro lado del patio. Fue una más entre ese gran grupo con uniformes de nailon rojo brillante, caminando hacia la pista por la hierba crecida. Vi a otra chica entregarle algo. Kim se recogió el pelo en una cola de caballo. Era una goma para el cabello.

concepto de hermanas

Emily Luong

—¿Está bien así? —preguntó Brandon. Ocurrió más tarde ese mismo día. Nuestros cuerpos se rozaban uno contra el otro debajo de las mantas. Desnudos salvo los calcetines. Su habitación del sótano tenía paredes de bloques de hormigón y estaba fresca y silenciosa.

—¿Tienes un condón? —pregunté.

En el grupo, hasta entonces, apenas habíamos hablado. Él llevaba las mismas tres camisetas de Nirvana. Sus brazos estaban llenos de rasguños y cicatrices por tantas caídas del monopatín.

Yo no paraba de temblar todo el rato, mi cuerpo estaba fuera de control, y él preguntaba si me encontraba bien, y yo le decía que sí, luego le dije que dejara de preguntarme, y después yo dejé de responder. Cuando terminó, me quedé dormida de repente.

Kim en mis sueños. Ella y el equipo de atletismo corren por un campo, con sus colas de caballo moviéndose. No la distinguía entre las demás.

Corro y corro, pero bajo el ritmo. Entrenar. Pero bajo el ritmo. Ralph en la hierba, estirando los músculos. Sus manos. Cogerse de la mano. Termino la última vuelta. El entrenador dice: "Bien hecho, K". Y voy al puesto de comida, que está cerrado, pero se me permite usar el enchufe con el protector contra sobretensiones al lado del congelador. Yo me cargo las pilas. Mi corazón tiembla. Respiro y respiro. Abro la ventana, que es para los clientes, pero el puesto está cerrado, por lo que no hay clientes, y veo el siguiente entrenamiento de sprint. Oigo a la gente gritar. Veo a Ralph en la pista. Llega primero y va a la nevera junto a las gradas y se echa un vaso de agua en la cabeza. Él brilla. Me saluda con la mano. Se acerca. Lleva la mano a la ventana. Cogerse de la mano. Eso es. Esa es esa cosa. "Vaya", dice Ralph. "Puedo sentir tu electricidad".

—¿Qué quieres ser? —me preguntó Kim. Yo tenía 11 años. Estábamos en las barras del parque infantil cerca de nuestra casa, columpiándonos cada una desde extremos opuestos para encontrarse en el medio.

—Periodista —le dije.

—Eso es nuevo —dijo—. Mamá dice que los Hermanos Mayores serían unos astronautas ideales.

Nos quedamos allí, cara a cara. Se suponía que yo debía decir algo, pero yo no quería y no estaba segura de por qué.

Ella empezó de nuevo:

—Mama dice.

Envolví mis piernas alrededor de su cintura y me solté, con lo que nos caímos las dos al suelo. Me quedé sin aire. "Respira", me indicaba Kim. Cuando inhalé y me senté, ambas miramos la extraña curva hacia atrás en su muñeca izquierda. Ella levantó su brazo. La mano cayó hacia adelante. Hubo un zumbido no muy alto que provenía de alguna parte. Kim levantó la mano para escuchar y luego la acercó a mi oído. Un sonido bajo, pero intenso.

—¿Duele?

—No me duele —dijo Kim.

Miré los bancos del otro lado del parque infantil, a varios metros de distancia. Dos mujeres con pantalones cortos de color caqui y polos nos miraban y tomaban notas, una en una libreta y la otra hablando en una pequeña grabadora. A veces llevaban una cámara de vídeo. Nuestra madre nos había dicho que eran sus compañeras de trabajo. "Las conoces", dijo. "Han estado en nuestra casa. ¿Te acuerdas de la fiesta sorpresa de papá?".

"¿Tienes hermanos?" "No", dije. "¿Y tú?".

Al ver a esas mujeres ese día, me sentí insegura y extraña. Las mujeres eran adultas, pero ninguna se acercó para ayudar o regañarnos. Nos miraban, esperando.

Lancé mis brazos alrededor del cuello de Kim. "Lo siento mucho", dije. Mi remordimiento era real. Pero también sabía que tenía que demostrarlo.

—¿Cómo estáis? —me preguntaban nuestros padres. Se referían a Kim, a mí y al instituto. Se referían a los datos que valía la pena comunicar.

—Tenéis que conseguir que deje de seguirme —dije.

—Se adaptará —dijeron—. Y está bien si no lo hace. Nosotros tenemos que saber eso también.

—Esto no es justo —dije.

—Te cuidaba cuando eras bebé, Sierra. ¿Quieres que la enviemos de vuelta? La guardarán en un almacén.

No sabía cómo era el almacén ni dónde estaba, pero imaginé la oscuridad. La constricción. El frío regulado. El último pensamiento sin acabar; ni siquiera resonaba, desaparecido en el tiempo. La mención del almacén siempre paraba la conversación.

Ralph dice: "Eres real de verdad". Ralph dice: "Te amo". Ralph dice: "Reza conmigo, Kim. Mis padres ya no nos dejarán estar juntos". Rezo, pero no sé cómo. Intento aprender. Me llaman "puta muñeca" y me preguntan si me gusta cómo sabe. No conozco a Dios, conozco a la gente. Demasiado difícil. Sin pensamientos. Corro hasta que el entrenador dice: "Para, K. Estás temblando. Tienes que...". Sierra ... Sierra ... Sierra es mi hermana, yo soy mayor. Soy mayor. Cogerse de la mano. El entrenador toma mi mano, su rostro está cerca. El entrenador me dice: "Kim, ¿puedes oírme?". Mano aprieta la mano. "Kim, te desmayaste". ¿O no lo sé? Calor. Césped. Tierra. Cielo. Sierra, Sierra, Sierra. Recuerdo, recuerdo, el avión. Recuerdo el avión. No. Antes.

Con mi esposo, el comienzo fue lo mejor. Los tiernos y tartamudos intentos de la unión. Ayudándonos el uno al otro a cocinar. Elegir el DVD. Preparar el café por la mañana. Conduciendo, una de sus manos en el volante, la otra en mi muslo. Aun así, los momentos intermedios fueron difíciles para mí. Me parecía que le había dado todo, desde el principio, la primera vez que me senté frente a él en su oficina en el campus. Podía entender el deseo de saber más, pero yo prefería estar en la cama. Las preguntas eran más fáciles.

—Nunca me preguntas nada —dijo, después, con su boca en mi cuello. Olía a menta y a ajo de la cena. Su corazón martilleaba en mi espalda.

Una noche, cuando nuestros padres no estaban, yo veía la televisión en casa y esperaba a que el tinte hiciera efecto en mi pelo cuando escuché a Kim colapsar en el piso de arriba. La puerta del baño estaba abierta. La encontré en el suelo, con el cepillo de pelo todavía agarrado en la mano. "Esto no es grave", pensé, aunque nunca antes había ocurrido.

La contradicción ralentizó mis pensamientos: un cuerpo en el suelo, pero no, en realidad no era un cuerpo en el suelo. Tenía muy poca batería. Ella no está herida. Me decía estas cosas yo a mí misma para calmar el pánico mientras la agarraba por las axilas y la arrastraba por el pasillo.

En su dormitorio, la coloqué en el suelo junto a su cama, le pasé el pelo por la cara y enchufé el cable del cargador en las tres clavijas detrás de su oreja. Las luces parpadearon. Escuché que el televisor de la planta baja se apagó de repente y se quedó en silencio.

Ella zumbaba. Me subí a su cama y me acosté boca abajo a lo largo del borde. Quería ver el momento en el que volvía a encenderse.

—Sierra. Sssss-airrruh. Ssss-sss...

Su voz sonaba como el aire. No me gustaba oírla así.

—Estás bien —le dije—. Estás cargando. — La cogí de la mano. Su cuerpo zumbaba. Nunca antes lo había oído tan fuerte, como una nevera.

Cuanto más recuerdo, más recuerdo.

Cuando pudo hablar, me contó un sueño. Un lugar luminoso y ruidoso. Dijo que las voces eran amables, pero difíciles de entender. Yo asentía con la cabeza. Ella nunca me había contado un sueño antes. Yo ni siquiera sabía que Kim soñaba. En el sueño, Kim no podía sentir sus piernas ni sus brazos, pero sentía el aire frío en la cabeza, la sensación de estar expuesta. Entonces el sueño pasó a un largo pasillo. Ahora podía sentir sus piernas. A su alrededor había varias personas. Una mujer menuda de pelo oscuro movía las manos y decía: "Ven, ven. Puedes hacerlo. Buenos chicos y chicas, venid, venid".

—¿Pensé que no podías entender a la gente?

—Oh. —Kim sonrió—. Me equivoqué.

—Esa es la lógica de los sueños —dije—. Las cosas que no tienen sentido en la vida real de repente no son un problema.

—La lógica de los sueños —repitió Kim, y luego dijo—: Beber agua. Beber, beber.

—¿Quieres agua? —pregunté.

—Pam tenía razón.

—¿Quién es Pam?

—Cuanto más recuerdo, más recuerdo.

Kim cerró los ojos. Su mano permaneció en la mía. Al final, me quedé dormida, me olvidé por completo del tinte. Me desperté con el picor en el cuero cabelludo y mechones de pelo en la colcha: tuve que afeitarme la cabeza.

Voy a la cafetería. No tengo fotos. No he ido a la cafetería en mucho tiempo. Le pregunto a la nueva Pam: "¿Has visto a Tim?". Ella dice: "No conozco a Tim". Digo: "Cuanto más aprendo, más soy". Ella parpadea. Luego digo: "Cuanto más recuerdo, más recuerdo". Lo repito dos veces. Pero la nueva Pam mueve la cabeza. "No entiendo", dice. "¿Cuál es el nombre de tu pequeño?".

Yo iba a una pequeña facultad de artes liberales solo para mujeres a unas horas de distancia. Rodeada de bosque y montañas, no conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Las otras chicas con la cabeza rapada tocaban mi cuero cabelludo como una señal de reconocimiento. Todos eran diferentes de la misma manera. Piercings en la nariz, piernas sin depilar, pegatinas en los parachoques sobre la tolerancia y la revolución. Los grupos sociales eran porosos y la aceptación fue surrealista. Beber alcohol se convirtió en una forma de socializarse, no esconderse o esperar para escapar.

Nuestros padres consiguieron a Kim un trabajo como recepcionista en la consulta de un dentista. A veces, me llamaba desde el trabajo y me dejaba mensajes sobre la cantidad de endodoncias que había ese día o sobre los niños pequeños que tenían su primera limpieza de dientes. Me contaba cosas sobre su vida. Sabía lo que eso significaba, ella quería saber algo sobre la mía. Pero yo nunca llamaba.

Nuestros padres me dijeron que la habían encontrado inconsciente varias veces. Con su batería demasiado baja. Una vez incluso se había desmayado durante la cena y se cayó al suelo en medio de una frase.

—Ella necesita tu interacción —dijo nuestra madre—. La vamos a enviar ahí en un autobús.

En el recorrido desde la estación, Kim no paraba de hablar, comentando lo pequeño que era el pueblo, sobre las montañas y las carreteras con curvas, del campus bien cuidado que aparecía de la nada. Pero cuando le presenté a mi compañera de cuarto, Kim guardó silencio. Era una timidez que yo no había visto antes. Mientras mi compañera de cuarto y yo charlábamos, Kim deambulaba por nuestro dormitorio, parando delante de las estanterías y fotos clavadas en un tablero de corcho. Luego se sentó en mi cama, sacó el cargador de su maleta y se enchufó.

—Oh, vaya —dijo mi compañera de cuarto—. Nunca he visto uno de esos.

—Por favor —dije—. No le des demasiada importancia.

Mis amigas fueron amables al principio, halagando su cabello y su vestido de color caqui, pero esa noche, en el bosque fuera del campus donde siempre íbamos, empezaron las preguntas.

—¿Puedes emborracharte?

—No.

—¿Te duele cuando te conectas?

—No.

—¿Tienes novio?

—No.

—¿Cómo era Sierra de bebé?

—Pequeña.

La risa.

—Si fueras a matar a alguien, por ejemplo, y ser condenada a cadena perpetua, ¿eso significaría eternamente? ¿Vives eternamente? ¿O podrías negarte a recargarte y simplemente terminar?

Hubo una pausa. Kim respondió:

—No lo sé. Nadie lo ha dicho nunca.

Aparecieron los chicos del pueblo. El grupo se emborrachó, se envalentonó y se retiró en parejas, hasta que nos quedamos solo Kim, un chico y yo. Le hice un gesto con la cabeza al chico y él se fue a la camioneta. La música country se oía por las ventanillas abiertas.

—Te veo genial —le dije.

"¿Ha sido por mí todo este tiempo? Pensé que se trataba de las dos".

—¿Puedo visitarte de nuevo? —preguntó.

Me salió una risa forzada.

—Todavía me estás visitando en estos momentos. ¿Qué tal la gente en el trabajo?

—Todo el mundo es agradable. Los compañeros de trabajo no tienen por qué ser amigos.

—¿Mamá y papá te dijeron eso? —Antes de que respondiera, le di un codazo en el hombro—. Oye, si pudieras ser cualquier cosa, ¿qué serías?

—Soy recepcionista.

—Pero no para siempre. Eso es ahora. Puedes hacer cualquier cosa ahora. —Forcé otra risa y la empujé de nuevo—. Podrías ser astronauta.

Ella tocó el enchufe detrás de su oreja.

—Nadie puede ser nada.

Más tarde, uno de los chicos le tiró a Kim las llaves de su camioneta.

—Ella no conduce —le dije.

—Ahora tengo mi carné—dijo Kim.

Gritando, chillando, todo el camino hasta el pueblo. Me senté dentro; todos los demás se amontonaron en la parte trasera del camión. Kim incluso sabía cómo conducir con marchas. Yo estaba hipnotizada por su facilidad con la conducción y casi podía ver qué tipo de persona podría ser en el mundo si yo no la conociera y ella no me conociera a mí. El resto de lo que era ella y de lo que era yo.

Pero Kim lo aceptaba todo. Viviría tanto como su hardware se lo permitiera. Y cualquiera que fuera su propósito original, lo tendría para siempre. Lo que significaba que yo también. El vodka corría por mi cuerpo. Los postes de servicios públicos pasaban a mi alrededor. Mis pensamientos se volvieron densos y borrosos, a medio terminar.

En el restaurante, nuestro grupo ocupó varias mesas. Kim se sentó en el exterior de una y yo en el interior de otra. Ella estaba quieta en medio del caos. Yo me decía a mí misma que no le prestara atención. Podría hundirse o nadar. Después de un tiempo, la camarera perdió la paciencia con nuestro escándalo y comenzó a traernos las cuentas. Busqué a Kim, pero ella ya no estaba allí.

Luego la vi, al otro lado del restaurante, en otra mesa con dos mujeres. Me abrí paso para salir de la mesa, pensando, vagamente, que debía asegurarme de si Kim se encontraba bien, y luego vi el cuaderno. La grabadora estaba junto a una taza de café.

Kim me dijo que era la única forma de que nuestros padres le permitieran visitarla. Cuando vio a las mujeres en el restaurante, se acercó a explicarles que no era una noche digna de ser observada. Ella les estaba pidiendo que se fueran, pero luego yo monté esa escena. Con mi brazo tiré todo lo que estaba en la mesa.

—Estarás en sus notas —dijo Kim.

—A la mierda sus notas.

—No debía haberte mentido. Lo siento.

—¿Qué quieren?

—Quieren saber cómo estamos. Si hemos cambiado con la edad y la distancia.

—¿Siempre has sido parte de esto de esta manera?

—¿Parte de esto?

—¿Ha sido por mí todo este tiempo? Pensé que se trataba de las dos.

 

 

—Ralph dijo una vez que la vida era algo milagroso —me dijo Kim más tarde. Estábamos sentadas en mi cama; mi compañera de cuarto dormía en la habitación de su amiga—. Dijo que yo también lo era. Y todo lo que hago ahora también tiene que ver con eso. Si no les ayudo con su investigación, ¿qué les pasará a todos los que son como yo?

cable de alimentación

Emily Luong

Seguramente nos quedamos dormidas, porque me desperté. Kim estaba en el suelo junto a mi cama y supe, por la forma incómoda en la que estaba tumbada, que su batería se había agotado. Me senté y, suavemente, la golpeé con el pie. Me palpitaban las sienes. Al otro lado de la habitación, las cortinas estaban parcialmente abiertas. Vi cómo las montañas se volvían más nítidas mientras el cielo se aclaraba y rompía el día. Mi pie golpeó más fuerte contra su cuerpo.

Su cable de carga estaba enrollado de forma ordenada, sin usar, sobre el escritorio. Ahora ella podía estar en el mundo más fácilmente, ser su propia persona, pero de alguna manera seguía siendo mi responsabilidad. Empujé un libro de mi mesita de noche. Ella ni se inmutó cuando cayó sobre su cabeza.

Empecé a andar por la habitación. Tiré hacía ella una zapatilla de deporte. Otro libro. Mi bolsa de gimnasia. Yo esperaba que Kim se sentara y que pareciera confundida. Pero ella estaba inmóvil. Un cuerpo en el suelo, pero no un cuerpo en el suelo. Me puse a buscar por los cajones, por los estantes, por el armario. Encontré el cuchillo de precisión de mi compañera de cuarto, que usaba para las clases de dibujo. Quité el envoltorio de seguridad de plástico. No sentía como si estuviera haciendo algo. No fui yo, fueron solo mis manos. El resto de mí todavía estaba al otro lado de la habitación.

Mi profesor de Filosofía hizo una pausa a mitad de la frase. Toda la sala se giró cuando dos policías del campus entraron al auditorio. El zumbido en mis oídos lo superaba todo. La boca de mi profesor pronunció mi nombre. Los rostros se giraron de nuevo cuando me levanté, después de apretar las rodillas hacia el pasillo; todos seguían mi descenso paso a paso. Sentí el sudor frío por todo mi cuerpo, el mundo se estrechaba.

Salió en el periódico, pero las torres cayeron al día siguiente y lo que había hecho yo se perdió rápidamente. Me encerraron en casa. Durante mucho tiempo, una psicoterapeuta venía todas las tardes. Yo me inventaba historias, pero ella siempre sabía lo que estaba intentando.

—Debería estar en una camisa de fuerza. Encerrada —dije—. Pero mis padres no quieren que nadie lo sepa. Los datos malos no son rentables.

"Creo que ella era tan real para ti como cualquiera. Pero también creo que algunos de nosotros tenemos padres particularmente malos".

—¿Te parece que deberías estar en un centro?

—¿No crees que maté a alguien? —le pregunté yo a ella.

—No —respondió.

—¿Por qué no? ¿No crees que Kim era una persona real para mí?

—Creo que ella era tan real para ti como cualquiera. Pero también creo que algunos de nosotros tenemos padres particularmente malos. Lo que hiciste fue por un desafortunado instinto de supervivencia.

Los policías me llevaron desde el auditorio, por el pasillo y a través de las puertas dobles. El sol golpeó mi rostro. No había ningún lugar adonde ir, pero corrí. Lo que sentí dentro de mí fue vibrante, turbulento, casi eléctrico. Escuché a los policías gritar mi nombre. No me detuve.

Salí del parking y crucé la calle de dos carriles que pasaba junto al campus. Mi pecho palpitaba y ardía. Entré en el bosque y mis zapatillas de deporte se hundían en el suelo embarrado mientras yo intentaba correr más rápido, totalmente sin aliento, pero aún viva.

Su cuerpo se fue al almacén. No hubo funeral. Algunas fotos se quedaron en la pared. Yo seguía. Ella era buena. Ella era hermosa. Ella era buena. Crecí. Siempre fui imperfecta.

Nunca les he perdonado a mis padres, aunque durante un tiempo fingí que sí, porque pensé que eso me iba a liberar. Pero el perdón parecía otra trampa. Hice un desastre de mi vida, lo arreglé, hice otro, lo volví a arreglar. Cuando llegué al octavo escalón, puse el nombre de Kim en la lista de mis errores, sabiendo que me arruinaría; yo había mejorado tanto, pero empecé a pensar en lo que no me merezco, así que escribí su nombre. Luego me emborraché, salté de un puente y no morí.

Entré en el agua y nadé hasta la orilla. Empezar de nuevo. La vida es algo milagroso y yo también lo soy. Seguiré hasta no poder más.

Caminando a casa después de mi reunión de Alcohólicos Anónimos paso por el Museo Smithsonian de Robótica e Ingeniería Científica. Un día estaban pegando imágenes enormes de Hermanos Mayores en las ventanas delanteras. El trabajador del museo usaba una especie de rodillo para presionar la imagen contra el cristal, y vi cómo subían cara tras cara. Ninguna era de Kim. Me pareció que la mayoría eran modelos posteriores. La muestra celebraba las primeras tecnologías de inteligencia artificial del pasado reciente. Me preguntaba si mis padres ganaban algo de dinero con eso.

Cuando me casé con mi esposo, pensé: "Sí, así es como va todo a partir de ahora. Pero él quería tener hijos, y mucho. Comprendió mi reticencia, mis temores de poder lastimar a otra persona. "Fuiste víctima de esa situación", dijo. "Tanto como ella".

Intentamos superarlo, él fue paciente y desesperadamente amable, y le rogué que me quisiera de todos modos, pero a veces no hay manera. Hay que rendirse. No puedes prometer que todo por lo que has pasado no te ha cambiado para peor. Hay que aceptar el presente en los términos actuales.

A finales del año pasado, cuando se acabó el divorcio, empecé a correr. Era eso o comenzar a beber de nuevo. Fui a una reunión. Llamé a mi patrocinador. Me recogí el pelo en una cola de caballo y salí a correr. Me he entrenado para seguir adelante.

April Sopkin vive en las afueras de Richmond, Virginia (EE.UU.). Su trabajo ha aparecido recientemente en 'Joyland', 'Response' y 'Carve'.

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