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Computación

La crisis de la educación superior

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Las versiones en línea de cursos universitarios atraen a cientos de miles de estudiantes, millones de dólares de financiación y alabanzas de los administradores universitarios. ¿Se trata de una moda, o la enseñanza superior por fin va a ver los cambios que necesita?

  • por Nicholas Carr | traducido por Lía Moya (Opinno)
  • 01 Octubre, 2012

Hace cien años, la educación superior parecía estar al borde de una revolución tecnológica. El uso generalizado de una nueva y potente red de comunicación –el sistema postal moderno- posibilitó que las universidades distribuyeran sus lecciones más allá de los límites de sus campus. Cualquiera con un buzón de correos podía apuntarse a un curso. Frederick Jackson Turner, el famoso historiador de la Universidad de Wisconsin (EE.UU.) escribió que la “maquinaria” de la enseñanza a distancia llevaría “un regadío de arroyos de educación a las regiones áridas” del país. Previendo una oportunidad histórica de llegar a nuevos estudiantes y obtener nuevos ingresos, las universidades se dieron prisa en montar departamentos de enseñanza por correspondencia. En la década de 1920 los cursos por correo se habían convertido en una auténtica locura. Había cuatro veces más personas matriculadas en cursos por correspondencia que las que había matriculadas en todas las facultades y universidades del país juntas.

Las esperanzas puestas en esta primera versión de la enseñanza a distancia iban mucho más allá de un mayor acceso. Muchos educadores creían que los cursos por correspondencia serían mejores que la enseñanza tradicional presencial porque las tareas y la evaluación se podrían hacer a la medida de cada estudiante. El Departamento de Enseñanza en Casa de la Universidad de Chicago (EE.UU.), uno de los más grandes del país, explicaba a los interesados que “recibirían atención personalizada” que les llegaría “atendiendo a su agenda personal y a cualquier lugar donde llegue el correo postal”. El director del departamento afirmaba que el estudio por correspondencia ofrecía a los estudiantes una “relación de tutoría” íntima que “tiene en cuenta las diferencias individuales a la hora de aprender”. La educación, sostenía, sería superior a la impartida en “las atestadas aulas de la universidad americana media”.

Ahora escuchamos afirmaciones sorprendentemente parecidas. Otra poderosa red de comunicación, Internet, despierta de nuevo las esperanzas de que se produzca una revolución en la enseñanza superior. Este otoño, muchas de las universidades más importantes de Estados Unidos, incluyendo el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT en sus siglas en inglés), Harvard, Stanford y Princeton, ofrecen clases gratuitas a través de la red, y más de un millón de personas en todo el mundo se han apuntado a ellas. Estos “cursos masivos abiertos en línea” (o MOOCs, las siglas en inglés de massive open online courses), están recibiendo alabanzas por proporcionar enseñanza superior de primera calidad a multitud de estudiantes que de otra forma no tendrían la posibilidad de acceder a ella, incluyendo aquellos en lugares remotos y quienes se encuentran en medio de su carrera profesional. Las clases en línea también se están promocionando como una forma de potenciar la calidad y productividad de la enseñanza en general, tanto para los estudiantes presenciales como para los que siguen los cursos a distancia. William Bennett, antiguo Secretario de Educación de Estados unidos, ha escrito que siente que estamos ante "un renacimiento de corte ateniense". John Hennessy, el presidente de la Universidad de Stanford (EE.UU.), le ha dicho a la revista New Yorker que ve "como se aproxima un tsunami".

El entusiasmo por los MOOCs llega en un momento en el que aumenta la insatisfacción con el estado de la educación universitaria. El coste medio de cursar una licenciatura en Estados Unidos se ha disparado por encima de los 100.000 dólares (unos 77.000 euros). Pasar cuatro años en el campus suele dejar a los jóvenes o a sus padres lastrados con inmensas deudas, una carga no solo para sus finanzas personales, sino también para la economía en general. Y a mucha gente le preocupa que al mismo tiempo que ha subido el coste de la educación superior, su calidad ha empeorado. Las tasas de abandono suelen ser altas, especialmente en las universidades públicas, y muchos licenciados dan pocas muestras de que la universidad haya mejorado su capacidad de análisis crítico. Cerca del 60 por ciento de los estadounidenses creen que las universidades del país no logran proporcionar a los estudiantes “una buena relación calidad-precio teniendo en cuenta el dinero que invierten los estudiantes y sus familias”, según una encuesta del Centro Pew de Investigaciones. Los defensores de los MOOCs afirman que la eficacia y flexibilidad de la enseñanza en línea será el remedio que llega justo a tiempo.

Pero no todo el mundo demuestra el mismo entusiasmo. Algunos educadores temen que, en el mejor de los casos, las clases en línea supondrán una distracción para los administradores universitarios; y en el peor, acabarán por empeorar la calidad de la educación presencial. Los críticos señalan a la locura de los cursos por correspondencia como ejemplo a tener en cuenta. Aunque las universidades se dieron prisa por ampliar sus programas de enseñanza en casa en la década de 1920, hubo estudios que revelaron que la calidad de la enseñanza estaba por debajo de lo prometido y que solo una pequeñísima parte de los matriculados acababan los cursos. En una conferencia dada en Oxford (Reino Unido) en 1928, Abraham Flexner, un eminente educador norteamericano, hizo un demoledor retrato de la enseñanza por correspondencia, afirmando que promovía la “participación” a costa del rigor educativo. Para la década de 1930 los otrora entusiastas profesores y administradores habían perdido el interés por la enseñanza por correspondencia. La locura se pasó.

¿Esta vez es distinto? ¿Ha conseguido la tecnología avanzar hasta el punto en el que la revolucionaria promesa de la enseñanza a distancia se puede cumplir? Aún no lo sabemos. El fervor que rodea a los MOOCs hace fácil olvidar que aún están dando sus primeros pasos. Pero incluso en esta primera etapa, los puntos fuertes y débiles de esta forma radicalmente nueva de enseñar se empiezan a hacer patentes.

Auge de los MOOCs

“No tenía ni idea de lo que estaba haciendo”, afirma con una sonrisa ­Sebastian Thrun al recordar la decisión que tomó el año pasado de ofrecer el curso de Introducción a la Inteligencia Artificial de la Universidad de Stanford (EE.UU.) gratis en línea. El experto en robótica, de 45 años, tenía la intuición de que la clase, en la que habitualmente se apuntan unos doscientos estudiantes, tendría éxito en la red. Después de todo, él y su coprofesor, Peter Norvig, eran estrellas de Silicon Valley con puestos importantes como investigadores en Google además de enseñar en Stanford. Pero mientras Thrun imaginaba que se podrían apuntar unos 10.000 estudiantes, la cifra real resultó ser ligeramente más elevada. Cuando el curso comenzó, en octubre de 2011, se habían apuntado 160.000 personas.

La experiencia transformó la vida de Thrun. Diciendo “No puedo volver a dar clase en Stanford”, en enero de este año anunció que se unía a otros dos especialistas en robótica para lanzar una ambiciosa start-up educativa llamada Udacity. El emprendimiento, que se vende como “una universidad del siglo XXI”, paga a docentes de universidades como Rutgers o la Universidad de Virginia para dar cursos abiertos en la red, usando la tecnología que se desarrolló en un principio para la clase de IA. La mayoría de las 14 clases ofrecidas por Udacity entran dentro de los campos de la informática y las matemáticas y Thrun explica que por ahora se concentrarán en dichos campos. Pero no se puede decir que sea poco ambicioso: para él el título universitario tradicional es un artefacto trasnochado y cree que Udacity proporcionará una nueva forma de educación para toda la vida adaptada mejor al mercado de trabajo moderno.

Udacity es solo una de entre varias compañías que quieren beneficiarse del creciente entusiasmo por los MOOCs. En abril de este año, dos compañeros de Thrun en la faculta de informática de Stanford, Daphne Koller y Andrew Ng, lanzaron una start-up parecida llamada Coursera. Al igual que Udacity, Coursera es un negocio con ánimo de lucro respaldado por millones de dólares de capital riesgo. Al contrario que Udacity, Coursera está trabajando en colaboración con grandes universidades. Allí donde Thrun quiere desarrollar una alternativa a la universidad tradicional, Koller y Ng buscan construir un sistema que las facultades con solera puedan usar para dar sus propios cursos a través de la Web. Los socios originales de Coursera incluían no solo a Stanford, sino también a Princeton, Penn, y la Universidad de Michigan, y este verano la empresa ha anunciado asociaciones con otras 29 universidades. Ya ofrece unos 200 cursos, en campos que van desde la estadística hasta la sociología.

En la otra costa del país, el MIT y Harvard unieron sus fuerzas en mayo para formar edX, una organización sin ánimo de lucro que también ofrece clases gratuitas en línea a quien lo desee. Respaldado por 30 millones de dólares (unos 23 millones de euros) de cada universidad, edX está usando una plataforma de enseñanza de código abierto desarrollada en el MIT. Incluye lecciones por vídeo y foros de discusión parecidos a los que ofrecen sus rivales con ánimo de lucro, pero también incorpora laboratorios virtuales en los que los estudiantes pueden llevar a cabo experimentos. El verano pasado, la Universidad de California en Berkeley (EE.UU.) se unió a edX, y en septiembre el programa abrió con sus siete primeros cursos, principalmente en matemáticas e ingeniería. Anant Agarwal, antiguo director del Laboratorio de Ciencia Informática e Inteligencia Artificial del MIT es quien supervisa el lanzamiento de edX.

Los líderes de Udacity, Coursera y edX no han limitado sus aspiraciones a mejorar la enseñanza a distancia. Creen que la enseñanza en línea también será una parte fundamental de la experiencia universitaria para los estudiantes presenciales. Según ellos, la fusión de las aulas virtuales con las reales hará avanzar al mundo académico. “Estamos reinventando la educación”, declara Agarwal. “Esto cambiará el mundo”.

Profesor Robot

Los cursos en línea no son algo nuevo. Existen grandes empresas comerciales como la Universidad de Phoenix y la Universidad DeVry que ofrecen miles de ellos, y muchas universidades públicas permiten a los estudiantes conseguir créditos mediante clases en línea. Entonces, ¿por qué son distintos los MOOCs? En opinión de Thrun, el secreto está en “el grado de participación del estudiante”. Hasta ahora, la mayoría de las clases por Internet han consistido básicamente en clases magistrales grabadas, un formato que, según Thrun, tiene importantes fallos. Las clases magistrales son, en general, “aburridas” según Thrun y las clases grabadas en vídeo son menos atractivas aún: “Recibes lo peor sin recibir lo mejor”. Aunque los MOOCs incluyen vídeos de profesores explicando conceptos y haciendo garabatos en pizarras, las charlas se suelen descomponer en breves segmentos, puntuados por ejercicios en pantalla y problemas. Lanzar preguntas a los estudiantes hace que se involucren en la lección, afirma Thrun, al mismo tiempo que proporcionan el tipo de refuerzo que se ha demostrado fortalece la comprensión y retentiva.

Norvig, quien impartió una clase de programación este año en Udacity, señala otra diferencia entre los MOOCs y sus predecesores. La economía de la enseñanza en línea, según él, ha mejorado dramáticamente. La computación en nube permite que ingentes cantidades de datos se almacenen y transmitan a un coste muy bajo. Las clases y los ejercicios se pueden ofrecer en streaming de forma gratuita por YouTube y otros servicios de entrega de medios populares. Y las redes sociales como Facebook proporcionan modelos para campus digitales donde los estudiantes pueden formar grupos de estudio y responderse preguntas unos a otros. En los últimos años, el coste de proporcionar clases multimedia interactivas en línea ha caído en picado. Eso ha hecho posible enseñar a grandes cantidades de estudiantes sin cobrarles por ello.

No es casualidad que Udacity, Coursera, y edX estén todas dirigidas por informáticos.  Para cumplir su gran promesa: hacer que la universidad sea más barata y mejor, los MOOCs tendrán que explotar los últimos avances en el procesado de datos a gran escala y el aprendizaje de máquinas que permite a los ordenadores adaptarse a las tareas que se les presentan. Impartir una clase compleja a miles de personas simultáneamente exige un alto grado de automatización. Muchas de las tareas de mano de obra intensiva que tradicionalmente llevan a cabo profesores y adjuntos –corregir exámenes, tutorías, moderar debates- tendrán que hacerlas los ordenadores. También hace falta software analítico avanzado para evaluar las enormes cantidades de información sobre el comportamiento de los estudiantes recogido durante las clases. Usando algoritmos para detectar patrones en los datos, los programadores esperan comprender los estilos de aprendizaje y estrategias de enseñanza que a continuación pueden usarse para refinar aún más la tecnología. Estas técnicas de inteligencia artificial servirán, según creen los pioneros de los MOOCs, para hacer que la educación superior salga de la era industrial y pase a la era digital.

Para cumplir su gran promesa, los MOOCs tendrán que aprovechar los últimos avances en procesado de datos y aprendizaje de máquinas. Impartir una clase compleja a miles de personas simultáneamente exige un alto grado de automatización.

Aunque tienen grandes ambiciones, tanto ­Thrun, como Koller y Agarwal hacen hincapié en que sus incipientes organizaciones solo están empezando a cosechar y analizar la información de sus cursos. “Aún no hemos usado los datos de forma sistemática”, afirma Thrun. Pasará algún tiempo antes de que las empresas sean capaces de convertir la información que están recogiendo en valiosas características novedosas para profesores y estudiantes. Para ver la vanguardia en enseñanza computerizada en la actualidad hay que buscar en otra parte, en concreto en un pequeño grupo de pruebas académicas y de enseñanza que están trabajando para traducir las teorías pedagógicas a código de programación.

Uno de los teóricos más importantes en este campo es un neoyorquino que habla con mucha suavidad llamado David Kuntz. En 1994, después de conseguir su máster en filosofía y trabajar como epistemólogo o teórico del conocimiento para el Consejo de Admisión de Facultades de Derecho (la organización que hace los exámenes LSAT), Kuntz se unió al Servicio de Exámenes Educativos (ETS en sus siglas en inglés) , que lleva a cabo las pruebas de admisión a la universidad, los tests SAT. El ETS estaba deseando usar la potencia creciente de los ordenadores para diseñar exámenes más precisos y corregirlos con mayor eficiencia. La organización puso a Kuntz y otros filósofos a trabajar sobre una cuestión de vital importancia: ¿cómo se puede usar el software para medir el sentido, promover la enseñanza y evaluar la comprensión? Hallar la respuesta se hizo aún más necesario cuando la Web abrió Internet a la masa. El interés por el “aprendizaje electrónico” se disparó, así como y el esfuerzo por desarrollar software sofisticado de enseñanza y de exámenes y el con el esfuerzo por diseñar sitios web educativos atractivos.

Hace tres años Kuntz se unió a una pequeña start-up de Manhattan (EE.UU.) llamada Knewton como director de investigación. La empresa se especializa en la nueva disciplina del aprendizaje adaptativo. Al igual que otros que han abierto el camino en el campo del software educativo, incluyendo ALEKS, una spinoff de la Universidad de California, la Open Learning Initiative de Carnegie Mellon y la muy laudada Khan Academy, Knewton desarrolla sistemas de enseñanza en línea capaces de adaptarse a las necesidades y estilos de aprendizaje de cada estudiante individual a lo largo de un curso. Estos programas, según Kuntz, “mejoran según se van recogiendo más datos”. El software para, por ejemplo, enseñar álgebra, puede escribirse para reflejar teorías de aprendizaje alternativas y después, según vayan pasando estudiantes por el programa, las teorías pueden probarse y refinarse y el software mejorarse. Cuantos más datos haya, mejores serán los sistemas, proporcionando a cada estudiante la información correcta en la forma correcta en el momento adecuado. 

Knewton ha presentado un curso de matemáticas básicas para nuevos estudiantes universitarios y su tecnología se está incorporando en programas de tutoría ofrecidos por Pearson, la gran empresa de libros de texto. Pero Kuntz cree que solo estamos empezando a ver el potencial del software educativo. Mediante el uso intensivo del análisis de datos y las técnicas de aprendizaje de máquinas, predice, los programas avanzarán a través de varios “niveles de adaptabilidad”, cada uno ofreciendo una personalización mayor mediante una automatización más avanzada. En el nivel inicial, que ya está en marcha en gran medida, la secuencia de pasos que da un estudiante a través de un curso depende de las elecciones y respuestas de dicho estudiante. Las respuestas a una serie de preguntas pueden, por ejemplo, activar una mayor enseñanza en un concepto que aún no se ha dominado o hacer avanzar al estudiante presentando material sobre un nuevo tema. “Cada estudiante”, explica Kuntz, “sigue un camino diferente”. En el siguiente nivel, que Knewton planea alcanzar pronto, el modo en el que se presenta el material se adapta automáticamente a cada estudiante. Aunque la relación entre el medio y el aprendizaje sigue siendo controvertida, muchos educadores creen que distintos estudiantes aprenden de distintas formas. Algunos aprenden mejor leyendo texto, otros viendo una demostración, otros jugando a un juego y otros estableciendo un debate. Es más, el modo ideal de aprendizaje de cada estudiante puede cambiar dentro de cada fase del curso, incluso dependiendo del momento del día. Una conferencia en vídeo quizá sea lo mejor para una lección concreta, mientras que un ejercicio escrito quizá sea lo mejor para la siguiente. Haciendo un seguimiento de la interacción de los estudiantes con el propio sistema de enseñanza, cuándo aceleran, cuándo se frenan, dónde hacen clic, un ordenador puede aprender a anticipar sus necesidades y proporcionar el material en el medio que ofrezca más posibilidades de maximizar su comprensión y retentiva.

Mirando hacia el futuro, Kuntz afirma que los ordenadores acabarán por poder crear un “entorno de aprendizaje” a medida para cada estudiante. Los elementos de la interfaz del programa, por ejemplo, podrán cambiar cuando el ordenador averigüe cuál es el estilo de aprendizaje óptimo para el alumno.

Grandes datos en el campus

Los avances en los programas de tutorías prometen ayudar a muchos estudiantes universitarios, de instituto e incluso de primaria a dominar conceptos básicos. Hace mucho que se sabe que la enseñanza individual ofrece beneficios educativos sustanciales, pero su elevado coste a restringido su aplicación, sobre todo en los colegios públicos. Es probable que al usar ordenadores en lugar de profesores, más estudiantes puedan disfrutar de los beneficios de una tutoría. Según un estudio reciente entre estudiantes universitarios de estadística en universidades públicas, los sistemas de tutorías en línea  más recientes parecen producir aproximadamente los mismos resultados que la enseñanza presencial.

Aunque los MOOCs están incorporando rutinas de aprendizaje adaptativo en su software, sus ambiciones para la explotación de datos van mucho más allá de las tutorías. Thrun afirma que solo hemos visto “la punta del iceberg”. Lo que más le emociona a él y a otros informáticos sobre las clases en línea gratuitas es que gracias a su tamaño sin precedentes, pueden generar inmensas cantidades de datos necesarias para el aprendizaje de máquinas. Koller afirma que Coursera ha montado su sistema pensando en una recogida y análisis intensivos de datos. Cada variable del curso se analiza. Cuando un estudiante pone un vídeo en pausa o acelera la velocidad de rebobinado, esa elección queda grabada en la base de datos de Coursera. Lo mismo sucede cuando un estudiante responde a una pregunta de una prueba, revisa una tarea o comenta en un foro. Cada acción, por inconsecuente que parezca, se convierte en material a desmenuzar en el molino estadístico.

Los académicos que se muestran escépticos respecto a los MOOCs, avisan de que la esencia de la educación universitaria reside en un sutil intercambio entre estudiantes y profesores que no pueden replicar las máquinas, por muy sofisticados que sean sus programas.

Recoger información sobre el comportamiento de los estudiantes de forma tan detallada, según Koller, “abre nuevas vías para la comprensión del aprendizaje”. Pueden salir a la luz patrones que anteriormente estaban ocultos en la forma en que los estudiantes navegan y dominan conceptos complejos.

Además, Koller añade, el análisis cuantitativo ofrece la promesa de beneficiar directamente tanto a profesores como estudiantes. Los profesores recibirán informes regulares sobre qué funciona en sus clases y qué no. Y al señalar “los factores más probables de éxito”, el software del MOOC acabará por ser capaz de guiar a cada estudiante hacia “la trayectoria adecuada”. Koller afirma que espera que Lake Wobego, la mítica ciudad en la que “todos los estudiantes están por encima de la media” se “haga realidad”.

El MIT y Harvard están diseñando edX para que sea tanto una herramienta para la investigación en educación como una plataforma de enseñanza digital, sostiene Agarwal. Los académicos empiezan a usar datos del sistema para probar hipótesis sobre cómo aprende la gente y según aumente la oferta de cursos, aumentarán las oportunidades para investigar. Más allá de generar conocimiento pedagógico, Agarwal prevé muchas otras aplicaciones prácticas para el banco de datos de edX. el aprendizaje de máquinas podría, por ejemplo, abrir el camino a un sistema automatizado para detectar las trampas en los cursos en línea, un reto cada vez mayor ahora que las universidades estudian la posibilidad de conceder títulos o incluso créditos a estudiantes que completen MOOCs. 

Ante una aparentemente inminente explosión de datos, es difícil no sentir el mismo entusiasmo por los MOOC que sus arquitectos. Aunque su trabajo se centre en los ordenadores, sus objetivos son profundamente humanistas. Buscan usar el aprendizaje de las máquinas para potenciar el aprendizaje de estudiantes, de poner en marcha la inteligencia artificial al servicio de la inteligencia humana. Pero este entusiasmo debería moderarse con un poco de escepticismo. Los beneficios del aprendizaje de máquinas en la educación siguen siendo principalmente teóricos. E incluso si las técnicas de IA generan avances auténticos en la pedagogía, dichos avances pueden tener unas aplicaciones limitadas. Una cosa es que los programadores automaticen cursos de enseñanza cuando dicha enseñanza se puede definir explícitamente y el progreso del estudiante se puede medir con precisión. Pero es muy distinto intentar replicar en una pantalla de ordenador las intricadas y a veces inexplicables experiencias de enseñanza y aprendizaje que tienen lugar en un campus.

Los promotores de los MOOCs tienen una “percepción bastante ingenua de lo que permite el análisis de grandes volúmenes de datos”, afirma Timothy Burke, profesor de historia en el Swartthmore College. Sostiene que, históricamente,  la educación a distancia se ha quedado corta respecto a las expectativas generadas no por motivos técnicos, sino más bien por los “profundos problemas filosóficos” del modelo. Admite que la educación en línea puede proporcionar una instrucción eficiente en el campo de la programación de ordenadores y otros que se caracterizan por tener procedimientos claros y codificables en forma de software. Pero defiende que la esencia de una educación universitaria reside en el sutil intercambio entre profesores y estudiantes que no se puede simular mediante máquinas, por muy sofisticados que sean sus programas.

Alan Jacobs, profesor de lengua y literatura en el Wheaton College de Illinois (EE.UU.) menciona algo parecido. En un correo que me envió observaba que el trabajo de los estudiantes universitarios “se puede ver afectado de forma dramática por su reflexión sobre las situaciones retóricas con que se encuentran en el aula, en encuentros sincrónicos en tiempo real con otras personas”. La riqueza plena de este tipo de conversaciones no se puede replicar en los foros de Internet, defiende, “a menos que la gente escribiendo en línea tenga la capacidad de un novelista de talento para representar complejos modos de pensamiento y experiencia en forma de prosa”. Una pantalla de ordenador no será nunca más que la sombra de un buen aula universitaria. Igual que a Burke, a Jacobs le preocupa que la imagen de la educación reflejada en los MOOCs esté sesgada hacia la de los informáticos que desarrollan las plataformas”.

Dándole la vuelta al aula

Los diseñadores y promotores de los MOOCs no sugieren que los ordenadores acaben por hacer que las aulas queden obsoletas. Pero sí afirman que la enseñanza en línea cambiará la naturaleza de la educación  presencial, haciendo que sea más atractiva y eficiente. El modelo tradicional de enseñanza, donde los estudiantes van a clase a escuchar clases magistrales y luego se marchan solos a completar sus trabajos, se invertirá. Los estudiantes verán las clases y repasarán otros materiales en sus ordenadores, solos, (como ya hacen algunos estudiantes de secundaria con los vídeos de Khan Academy) y después se reunirán en un aula para explorar el tema en mayor profundidad a través de debates con los profesores, por ejemplo, o ejercicios en el laboratorio. En teoría esta  "aula invertida " racionalizará los tiempos de enseñanza, enriqueciendo la experiencia tanto del profesor como del estudiante.

En esto también surgen dudas. Algo que preocupa es la alta tasa de abandono que ha plagado los primeros MOOCs. De las 160.000 personas que se apuntaron a la clase de IA de Norvig y Thrun, solo un 14 por ciento la completó. De los 155.000 estudiantes que se apuntaron a un curso del MIT sobre circuitos electrónicos a principios de este año, solo 23.000 se molestaron en acabar la primera serie de ejercicios. Unos 7.000, o el 5 por ciento, aprobaron el curso. Conseguir que miles de estudiantes pasen por un curso universitario es un logro extraordinario se mire como se mire –habitualmente solo unos 175 alumnos del MIT terminan el curso de circuitos al año- pero las tasas de abandono destacan la dificultad de mantener a los estudiantes en línea atentos y motivados. Norvig reconoce que los primeros alumnos apuntados en MOOCs han estado especialmente motivados. La prueba real, especialmente para el uso en el campus de la enseñanza en línea, llegará cuando una cohorte más amplia y representativa se apunte a las clases. Los MOOCs tendrán que inspirar a una amplia variedad de estudiantes y mantener su interés al sentarse ante sus ordenadores tras semanas de estudio.

El mayor temor para los críticos de los MOOCs es que las universidades se darán prisa por incorporar la enseñanza en línea a las clases tradicionales sin evaluar detenidamente los posibles contratiempos. El otoño pasado, poco antes de fundar Coursera, Andrew Ng adaptó su curso de Stanford sobre aprendizaje de máquinas para que los estudiantes en línea pudieran participar y se apuntaron miles de personas, pero al menos un estudiante presencial encontró que a la clase le faltaba algo. Al escribir en su blog, el estudiante de informática Ben Rudolph se quejó de que “el rigor académico” estaba por debajo de los estándares de Stanford. Sentía que las tareas computerizadas, al proporcionar pistas y asesoramiento automatizado de inmediato, no animaban a desarrollar un “pensamiento crítico”. También habló de una sensación de aislamiento. ”Apenas veía a nadie en clase”, describió, “porque todo lo hacía solo en mi cuarto”. Ng ha defendido vehementemente el formato de la clase, pero el hecho es que nadie sabe realmente cómo alterará la dinámica de la vida universitaria un mayor énfasis en la enseñanza informatizada.

Los dirigentes del movimiento MOOC reconocen los retos a los que se enfrentan, Perfeccionar el modelo, afirma Agarwal, requerirá de “inventos sofisticados” en muchas áreas, desde la corrección de ensayos hasta la concesión de credenciales. Y esto será cada vez más difícil cuando los cursos en línea se expandan hacia los campos abiertos de las artes, donde el conocimiento rara vez es fácil de codificar y el éxito de una clase depende de la capacidad del profesor para guiar a los estudiantes hacia un conocimiento inesperado. El resultado de la cosecha de MOOCs de este año debería contarnos mucho más sobre el valor de las clases y el papel que tendrán en definitiva en el sistema educativo.

Y tan aterradoras como los retos técnicos, serán las preguntas existenciales que la educación en línea plantea a las universidades. Estén a la altura de las expectativas o no, los cursos abiertos masivos obligarán a los administradores y profesores universitarios a reconsiderar muchos de los supuestos sobre la forma y el significado de la enseñanza. Para bien o para mal, la fuerza desestabilizadora de la red ha llegado a la puerta de la academia.

Nicolas Carr es autor de The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains.

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