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Biotecnología

El 'ejército' del cerebro que podría causar esquizofrenia, párkinson y alzhéimer

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Beth Stevens estudia las microglías, unas células del cerebro ignoradas durante décadas. Su hiperactividad podría provocar estas dolencias, desencadenadas en la juventud a pesar de la falta de síntomas

  • por Adam Piore | traducido por Teresa Woods
  • 06 Abril, 2016


Foto: Una célula microglial de un cerebro humano teñido para fines de investigación. Crédito: Dr. Ben Barres, Mariko L. Bennet y Frederick Christian Bennet.

Durante los primeros años de su carrera en las investigaciones cerebrales, Beth Stevens se irritaba cuando pensaba en las microglías, si acaso pensaba en ellas. Cuando miraba a través de un microscopio y observaba esas ubicuas células con sus delgados tentáculos, hacía lo mismo que la mayoría de neurocientíficos había hecho durante generaciones: las obviaba para centrarse en el resto del tejido cerebral, de la misma manera que podríamos mirar a través de unas motas de tierra sobre un parabrisas.

"¿Qué hacen allí?", se preguntaba. "Nada más que estorbar", pensaba.

Stevens jamás se habría imaginado que pocos años después dirigiría un laboratorio en la Universidad de Harvard (EEUU) y el Hospital Infantil de Boston (EEUU) dedicado al estudio de estas pequeñas y desconocidas células. Tampoco que defendería en las principales revistas científicas que las microglías podrían contener la clave para entender no sólo el desarrollo cerebral normal, sino también las causas de las enfermedades de Alzheimer, Huntington, el autismo, la esquizofrenia y otros trastornos cerebrales inabordables.

Las microglías forman parte de una clase más amplia de células, conocidas como glías, que realizan un abanico de funciones dentro del cerebro. Guían su desarrollo y hacen de sistema inmune al devorar células enfermas o dañadas y eliminar desechos. Junto a su habitual colaborador y mentor de la Universidad de Stanford (EEUU), Ben Barres, y un creciente seguimiento de otros científicos, Stevens, de 45 años de edad, está demostrando que estas células ignoradas son algo más que un mero apoyo a las neuronas de su alrededor. Su trabajo ha suscitado una sugerencia arriesgada: que los trastornos cerebrales podrían estar desencadenados por el mal funcionamiento de nuestras propias defensas corporales.


Foto:
Una oligodendrolía. Crédito: Dr. Ben Barres y Meng-meng Fu.

En un trabajo revolucionario, publicado en enero, Stevens y unos investigadores del Instituto Broad del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, EEUU) y de la Universidad de Harvard demostraron que las microglías errantes parecían estar relacionadas con la esquizofrenia. Su efecto provocaba, o al menos contribuía, a una pérdida masiva de células, lo que a su vez degenera en déficits cognitivos devastadores en las personas. La investigación señaló una vía química que podría emplearse para ralentizar o incluso frenar la enfermedad. La semana pasada, Stevens y otros investigadores publicaron unos resultados parecidos para el alzhéimer.

Esto podría ser sólo el principio. Stevens también está explorando la conexión entre estas diminutas estructuras y otras enfermedades neurológicas. Este trabajó le valió la beca "genio" de la Fundación MacArthur de 625.000 dólares (unos 550.000 euros) el pasado mes de septiembre.

Todo esto suscita unas preguntas interesantes. ¿Es posible que muchos trastornos cerebrales comunes, a pesar del amplio abanico de síntomas, sean provocados o al menos agravados por el mismo culpable, un componente del sistema inmune? De ser así, ¿podrían muchos de estos trastornos ser tratados de forma parecida mediante la detención de estas células defectuosas?

Maquinaria compleja

No sorprende que durante años los científicos hayan ignorado las microglías y otras células gliales a favor de la neuronas, que se disparan en conjunto para permitir que pensemos, respiremos y nos desplacemos. Vemos, escuchamos y sentimos gracias a las neuronas, y formamos recuerdos y asociaciones cuando las conexiones entre distintas neuronas, conocidas como sinapsis, se fortalecen. Muchos neurocientíficos sostienen que las neuronas son el origen de nuestra propia consciencia.

Las glías, en cambio, siempre han sido consideradas como menos importantes e interesantes. Realizan unas tareas de peatón como proporcionar nutrientes y oxígeno a las neuronas, además de recoger componentes químicos extraviados y eliminar los desechos.

Hace tiempo que los científicos conocen la existencia de las glías. En el siglo XVIII, el patólogo Rudolf Virchow señaló la presencia de unas pequeñas células redondas que llenaban el espacio entre neuronas y las nombró "nervenkitt" o "neuroglías", lo cual se podría traducir cómo masilla o pegamento de nervios. Una variedad de estas células, los astrocitos, fueron definidos en 1893. Y después, durante la década de 1920, el científico español Pio del Río Hortega desarrolló métodos para teñir las células cerebrales. Esto le llevó a identificar y nombrar dos tipos más de células gliales, incluidas las microglías, que son mucho más diminutas que las demás y están caracterizadas por su delgada y ramificada morfología. Esto sugirió que las microglías son las únicas que se activan cuando el cerebro sufre daños durante la madurez. Se dirigen rápidamente al lugar de la lesión, donde se creía que ayudaban a limpiar la zona al eliminar las células muertas y dañadas. Los astrocitos a menudo aparecían en escena también; se creía que generaban tejidos cicatrizales.

La combinación de la labor de emergencia de las microglías y los astrocitos fue denominada "gliosis". Para cuando Ben Barnes ingresó en la facultad de medicina hacia finales de la década de 1970, el término ya se había establecido como sello distintivo de las enfermedades neurodegenerativas, las infecciones y otro amplio abanico de trastornos médicos. Pero nadie parecía entender por qué se producía. Eso intriguó a Barrres, entonces neurólogo en formación, que lo observaba cada vez que veía tejidos neurales en crisis bajo un microscopio. El experto recuerda: "Simplemente resultaba muy fascinante. La gran incógnita era: ¿para qué sirve la gliosis? ¿Es buena? ¿Es mala? ¿Impulsa el proceso de las enfermedades, o intenta reparar al cerebro dañado?"

Barres empezó a buscar respuestas. Aprendió a cultivar células gliales en un plato de laboratorio y a aplicarles una nueva técnica de grabación. Podía medir sus propiedades eléctricas, que determinan las señales bioquímicas que emplean todas las células cerebrales para comunicarse y coordinar la actividad.

Barres lo describe así. "Desde el primer segundo en el que empecé a grabar las células gliales pensé, '¡Dios mío!'". La actividad eléctrica fue más dinámica y compleja de lo que nadie había creído. Estas extrañas propiedades eléctricas sólo se explicaban si las células gliales estaban en armonía con las condiciones que las rodeaban, y con las señales liberadas por las neuronas cercanas. Las células gliales de Barres, en otras palabras, disponían de toda la maquinaria necesaria para participar en un complejo diálogo con las neuronas, y presumiblemente para responder a distintos tipos de condiciones dentro del cerebro.

¿Por qué necesitarían toda esa maquinaría si simplemente se involucraban en la limpieza de células muertas? ¿Qué diablos podrían estar haciendo? Resultó que en ausencia de sustancias químicas liberadas por las glías, las neuronas practicaban la versión bioquímica del suicidio. Barres también demostró que los astrocitos parecían jugar un papel crucial en la formación de las sinapsis, las conexiones microscópicas entre neuronas que codifican la memoria. De forma aislada, las neuronas eran capaces de formar los espinosos apéndices necesarios para llegar hasta las sinapsis. Pero sin astrocitos, eran incapaces de formar las conexiones.

Casi nadie le creyó. Cuando era un joven miembro del profesorado de la Universidad de Stanford durante la década de 1990, una de sus solicitudes de beca de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos fue rechazada siete veces. Barres recuerda: "Los revisores decían, 'Qué va, de ninguna manera las glías hacen esto'. Ni siquiera después de publicar dos trabajos en Science y demostrar que [los astrocitos] tenían unos profundos efectos, casi de todo-o-nada, sobre el control de la formación de sinapsis o la actividad de las sinapsis podía conseguir financiación. Creo que sigue resultando difícil para la gente considerar que las glías hagan cualquier cosa activa dentro del sistema nervioso".

Marcadas para su eliminación

Beth Stevens acabó estudiando las glías por accidente. Después de graduarse en la Universidad Northeastern (EEUU) en 1993, siguió a su futuro marido a Washington D.C. (EEUU), donde él había conseguido trabajo en el Senado. Stevens había cursado la especialización de premedicina durante sus estudios universitarios, y esperaba conseguir trabajo en los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés). Pero sin experiencia previa en la investigación, fue rotundamente rechazada. Así que se puso a trabajar de camarera en la cadena de restaurantes Chili´s en la ciudad próxima de Rockville (EEUU), y se presentaba con su currículum en el NIH cada semana.

Después de varios meses, Stevens recibió la llamada de un investigador llamado Doug Fields, que necesitaba ayuda en su laboratorio. Fields estaba estudiando las complejidades del proceso por el que las neuronas se encapsulan con una sustancia llamada mielina. Ese aislamiento resulta esencial para la transmisión de los impulsos eléctricos.

Mientras Stevens intentaba sacar su doctorado en la Universidad de Maryland, le intrigó el papel que jugaban las células gliales en el aislamiento de las neuronas. Se familiarizó con otras ideas emergentes sobre las células gliales, especialmente del laboratorio de Ben Barres. Por eso, poco después de completar su doctorado en 2003, Stevens se encontró participando en un programa de posdoctorado del laboratorio de Barres en la Universidad de Stanford, y a punto de realizar un importante descubrimiento.

El grupo de Barres había empezado a identificar los componentes específicos que segregaban los astrocitos que parecían responsables de la sinapsis neuronal. Y finalmente se fijaron en que esos compuestos también estimulaban la producción de una proteína llamada C1q.

Las creencias tradicionales dictaban que la C1q sólo se activaba en células enfermas (la proteína las marcaba para ser absorbidas por células inmunes) y sólo fuera del cerebro. Pero Barres la había encontrado en el cerebro. Y sólo fue en neuronas sanas que se encontraban en su fase más robusta: durante el desarrollo temprano. ¿Qué hacía la C1q allí?


Foto:
Un astrocito teñido. Crédito: Dr. Barres y Lu Sun.
 

La respuesta reside en el hecho de que marcar las células que deben ser eliminadas no solo se produce en un cerebro enfermo. También es un proceso esencial para el desarrollo cerebral. Mientras los cerebros se desarrollan, sus neuronas forman muchas más conexiones sinápticas de las que necesitarán finalmente. Sólo permanecen las que son utilizadas. Esta poda aumenta la eficiencia en del flujo de transmisiones neuronales dentro del cerebro y elimina el ruido que podría ahogar esa señal.

Pero se desconocía exactamente cómo funcionaba este proceso. ¿Acaso estaba la C1q ayudando a indicar al cerebro qué sinapsis debía podar? Stevens centró su investigación posdoctoral en averiguarlo. El experto recuerda: "Podríamos haber estado totalmente equivocados, pero nos arriesgamos".

La apuesta les salió bien. En un trabajo publicado en 2007, Barres y Stevens demostraron que la C1q desde luego juega un papel en eliminar las neuronas superfluas del cerebro en desarrollo. Y encontraron que la proteína está prácticamente ausente en las neuronas adultas sanas.

Ahora los científicos se enfrentaban a un puzle distinto. ¿Aparece la C1q en las enfermedades cerebrales debido a que el mismo mecanismo involucrado en la poda de un cerebro en desarrollo después se avería? De hecho, cada vez había más pruebas de que uno de los acontecimientos más tempranos de las enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer, el párkinson y huntington es la pérdida significativa de sinapsis.

Puede que finalmente podamos abordar unas enfermedades que llevan generaciones avanzando sin freno.

Cuando Stevens y Barres examinaron unos ratones criados para desarrollar la glaucoma, una enfermedad neurodegenerativa que mata las neuronas del sistema óptico, encontraron que la C1q aparecía mucho antes de cualquier otra señal detectable de la enfermedad. Se presentaba incluso antes de que las células empezaran a morirse.

Esto sugirió que las células inmunes podrían estar causando la enfermedad, o al menos acelerándola. Y eso ofreció una posibilidad inquietante: que se podría desarrollar algo que pudiera frenar ese proceso en seco. Barres fundó una empresa, Annexon Biosciences, para desarrollar fármacos capaces de bloquear la C1q. El trabajo publicado la semana pasada por Barres, Stevens y otros investigadores demuestra que un compuesto que está probando Annexon Biosciences parece ser capaz de impedir el arranque del alzhéimer en ratones criados para desarrollar la enfermedad. Ahora la empresa espera probarlo en humanos durante los próximos dos años.

Caminos hacia los tratamientos

Para entender mejor el proceso que ayuda a generar la C1q, Stevens y Barres querían averiguar qué era realmente lo que juega el papel de Pac-Man, devorando las sinapsis marcadas para morir. Era bien sabido que los glóbulos blancos llamados macrófagos ingerían células enfermas y cuerpos extraños en el resto del organismo, pero normalmente no se encuentran macrófagos en el cerebro. Para que se pudiese demostrar la veracidad de su teoría, tendría que existir algún otro mecanismo. Investigaciones posteriores han demostrado que las células Pac-Man, incluso de los cerebros sanos, son esos misteriosos conjuntos de material que Beth Stevens, durante años, había estado ignorando bajo el microscopio: la microglía que Río Hortega identificó hace casi 100 años.

Ahora, el laboratorio que Stevens inauguró en 2008 dedica la mitad de sus esfuerzos de investigación a averiguar qué hacen las microglías y qué es lo que las activa. Resulta que estas células aparecen dentro de los embriones de ratón en el octavo día, antes de cualquier otra célula cerebral, lo que sugiere que tal vez ayuden a guíar el resto del desarrollo cerebral y que si se averían podrían contribuir a muchas enfermedades del desarrollo neurológico.

Mientras tanto, también está ampliando su estudio para determinar las diferentes sustancias involucradas en lo que sucede en el cerebro. La C1q realmente es sólo la primera de una serie de proteínas que se acumulan sobre las sinapsis marcadas para ser eliminadas. Stevens ha empezado a descubrir pruebas de un amplio abanico de moléculas protectoras, del estilo "no me comas". Es el equilibrio de todas estas pistas lo que regula si las microglías acaban activándose para destruir sinapsis. Que cualquiera de ellas sufriera un mal funcionamiento podría, en teoría, interferir con el sistema al completo.

Cada vez hay más pruebas de que las microglías están relacionadas con varios problemas del desarrollo neurológico y psiquiátrico. La correlación en potencia con la esquizofrenia que fue revelada en enero después de que unos investigadores del Instituto Broad, liderados por Steven McCarroll y un alumno de posgrado llamado Aswin Sekar, siguieran el rastro de unas pistas genéticas que los dirigió directamente al trabajo de Stevens. En 2009, tres consorcios de todo el mundo habían publicado trabajos que comparaban el ADN de gente que padecía esquizofrenia con el de gente sana. Fue Sekar quien identificó un posible patrón: cuánta más cantidad de un tipo específico de proteína estuviera presente en las sinapsis, más alto era el riesgo de desarrollar la enfermedad. La proteína, llamada C4, estaba estrechamente relacionada con la C1q, identificada en el cerebro por primera vez por Stevens y Barres.

McCarroll sabía que la esquizofrenia se produce hacia finales de la adolescencia y a principios de la madurez, un momento en el que los circuitos cerebrales de la corteza prefrontal sufren una extensa poda. Otros habían encontrado que las áreas de la corteza prefrontal se encuentran entre las más devastadas por la enfermedad, lo cual da paso a una pérdida masiva de sinapsis. ¿Podría ser esa poda excesiva por parte de las microglías errantes parte de lo que causa la esquizofrenia?

Para averiguarlo, Sekar y McCarroll se pusieron en contacto con Stevens, y los dos laboratorios empezaron a realizar reuniones conjuntas cada dos semanas. Pronto habían demostrado que la C4 también juega un papel en la poda de sinapsis en los cerebros de ratones jóvenes, lo que sugiere que unos niveles excesivos de la proteína efectivamente podían dar paso a una poda excesiva y, en consecuencia, debilitar el tejido cerebral que parece producirse al agravarse los síntomas como los episodios psicóticos.

Si los daños cerebrales observados en las enfermedades de Alzheimer y Parkinson surgen de una poda excesiva que podría arrancar en una fase temprana de la vida, ¿por qué no se manifiestan los síntomas de esas enfermedades hasta después? Barres cree saber la respuesta. Señala que el cerebro normalmente puede compensar las lesiones con la generación de nuevas sinapsis. También contiene un alto grado de redundancia. Eso explicaría por qué los pacientes con la enfermedad de Parkinson no demuestran síntomas hasta que ya han perdido el 90% de las neuronas que generan la dopamina.

También podría significar que sería posible detectar los sutiles síntomas mucho antes. Barres señala el estudio de unas monjas publicado en 2000. Cuando los investigadores analizaron los ensayos que habían escrito las monjas al ingresar en sus conventos décadas antes, encontraron que las mujeres que después desarrollaron alzhéimer habían demostrado una menor "densidad de ideas" incluso durante la veintena. Barres explica: "Podrían ser enfermedades presentes a lo largo de toda la vida. Puede que se desarrollen durante décadas y el cerebro simplemente las compense, recableándose mediante la formación de nuevas sinapsis". En algún momento, las microglías son impulsadas a eliminar demasiadas células, sostiene Barres, y los síntomas de la enfermedad empiezan a manifestarse totalmente.

Convertir este descubrimiento en un tratamiento dista mucho de ser algo sencillo, porque quedan muchas incógnitas. Tal vez una respuesta exageradamente agresiva por parte de las microglías sea provocada por alguna combinación de variantes genéticas que no todos compartimos. Stevens también señala que las enfermedades como la esquizofrenia no son causadas por una única mutación, sino por un amplio conjunto cuyos pequeños efectos causan problemas al operar en concierto. Los genes que controlan la producción de C4 y otras proteínas del sistema inmunológico puede que sólo representen una pequeña parte de la historia. Eso podría explicar por qué no todos los que disponen de una mutación de la C4 y otras proteínas del sistema inmune desarrollarán la esquizofrenia.

No obstante, si Barres y Stevens tienen razón en que el sistema inmune es un mecanismo común subyacente de unos devastadores trastornos cerebrales, eso en sí mismo representará un importante hallazgo. Puesto que no conocemos los mecanismos que provocan tales enfermedades, los investigadores médicos sólo han podido aliviar los síntomas en lugar de atacar sus causas. No hay fármacos disponibles para detener ni ralentizar la neurodegeneración de enfermedades como el alzhéimer. Algunos fármacos elevan los neurotransmisores de maneras que facilitan brevemente que los individuos que padecen de una demencia formen nuevas conexiones sinápticas, pero no reducen el ritmo al que se destruyen las sinapsis existentes. De forma parecida, no existen tratamientos que aborden las causas del autismo o la esquizofrenia. Incluso ralentizar el avance de estos trastornos representaría un avance importante. Por fin, podríamos abordar unas enfermedades que han avanzado sin freno durante generaciones.

"Queda bastante para una cura, pero desde luego hemos identificado el camino a seguir", concluye Stevens.

Adam Piore es un redactor autónomo que escribió Un 'chispazo' eléctrico en las profundidades del cerebro para curar la depresión de la edición en papel de 'MIT Technology Review' de noviembre-diciembre de 2015.

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