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George Wylesol

Tecnología y Sociedad

La vejez: un concepto que hemos inventado y que nos perjudica a todos

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En algún momento de la historia se concluyó que las personas mayores son pasivas, débiles, incapaces de producir y solo saben consumir. Esta idea no solo es falsa sino que resulta muy dañina tanto para la propia tercera edad como para la sociedad y la economía en general

  • por Joseph F. Coughlin | traducido por Ana Milutinovic
  • 26 Septiembre, 2019

De todos los desgarradores cambios a los que la humanidad se enfrentará en las próximas décadas (el cambio climático, el auge de la inteligencia artificial -IA-, la revolución de la edición genética), ninguno tiene efectos tan predecibles como el envejecimiento global. La esperanza de vida en las economías industrializadas ha aumentado en más de 30 años desde 1900, y por primera vez en la historia de la humanidad, ahora hay más personas mayores de 65 años que menores de cinco años. Esto se debe a la combinación de una mayor longevidad, la disminución de la fertilidad y el envejecimiento de la generación del Baby Boom. Hemos visto cómo estas tendencias han ido evolucionando durante diferentes generaciones; los demógrafos son capaces de trazarlas con décadas de anticipación.

Sin embargo, no estamos preparados para las consecuencias. No nos hemos preparado ni económica, social, institucional ni tecnológicamente. Una gran parte de empleadores en EE. UU., tanto privados como públicos, sufren la llamada fuga de cerebros a causa de la jubilación de los trabajadores más experimentados abandonan puestos cruciales (ver Cada vez hay más puestos de trabajo sin cubrir en la industria 4.0). Al mismo tiempo, los desempleados de mayor edad luchan por encontrar buenos empleos. Mientras tanto, la mitad de los trabajadores más sénior se ven forzados a abandonar su empleo antes de su plan de jubilarse. La mitad de los estadounidenses no está preparada económicamente para la jubilación (el 25 % afirma que quiere no dejar de trabajar nunca) y los sistemas de pensiones estatales apenas han mejorado.

Los sistemas de transporte público, los pocos que existen fuera de las ciudades principales, no son suficientes para transportar a una gran población anciana incapaz de conducir a los sitios donde necesita ir. La sociedad también se enfrenta una escasez de profesionales de atención a personas mayores, un escenario que solo irá a peor a medida que aumente la demanda. Mientras tanto, la atención "informal" de personas mayores ya supone un coste económico anual de 467.889 millones de euros anuales sólo en EE. UU. Este gasto se concentra principalmente en las mujeres que reducen sus horarios laborales o incluso dejan sus trabajos para cuidar a sus padres mayores.

No obstante, estos problemas son sorprendentemente manejables. Por ejemplo, resulta paradójico que los empleadores se enfrenten a una crisis de jubilados mientras que muchos trabajadores mayores tienen que luchar contra la discriminación abierta a causa de su edad para demostrar su valor. Es como si un incendio forestal coexistiera con lluvias torrenciales. De hecho, es extraño que nosotros, como sociedad, pongamos obstáculos en el camino de los parados mayores, dado que su contratación podría reducir la carga de la Seguridad Social y el fondo de pensiones.

El MIT AgeLab, el centro que dirijo, se ha centrado en analizar una de estas paradojas: el enorme desajuste entre los productos creados para personas mayores y los que realmente quieren. Por ejemplo, solo el 20 % de las personas que podrían aprovecharse de los audífonos buscan uno. Solo el 2 % de los mayores de 65 años están interesados en tecnologías personales de respuesta a emergencias, los dispositivos portátiles que pueden llamar al 911 con solo presionar un botón, y muchos (quizás incluso la mayoría) de los que los tienen se niegan a presionar la tecla aunque hayan sufrido una grave caída. Vemos muchos ejemplos de productos fallidos para la tercera edad, desde coches hasta alimentos triturados y teléfonos móviles enormes.

En cada todos estos casos, los diseñadores de producto creían que entendían las necesidades de las personas mayores, pero no tuvieron en cuenta que estos consumidores mayores huirían de cualquier producto que recuerde la "vejez". No cabe duda de que los sistemas de respuesta de emergencia personal están diseñados para "personas mayores", pero se ha comprobado que solo el 35 % de las personas de 75 años o más se consideran "viejas".

Sería recomendable pedir a los jóvenes diseñadores que se pongan en la piel de los consumidores mayores. En el MIT AgeLab hemos desarrollado un traje que simula el envejecimiento fisiológico. Pero puede que eso no sea suficiente para obtener una visión real de los deseos de los consumidores mayores. Afortunadamente hay una estrategia más simple: contratar trabajadores mayores.

Hay una brecha de las expectativas entre lo que los consumidores mayores quieren y lo que la mayoría de los productos les ofrecen, y no se trata de banalidades. Si necesitamos unos audífonos pero nadie fabrica un modelo que consideremos aceptable, eso influirá seriamente en nuestra calidad de vida y puede conducir al aislamiento social y al peligro físico en el futuro.

Pero esta brecha también resulta extraña. ¿Por qué los productos para mayores suelen ser tan poco atractivos: grandes, beis y aburridos? No es que las personas mayores no tengan dinero. La gente de más de 50 años controla el 83 % de la riqueza de los hogares en EE. UU. y su gasto en 2015 fue superior al de los menores de 50 años. Por supuesto que esa riqueza se distribuye de manera desigual, pero si existieran mejores productos, las personas con más dinero los comprarían, pero eso (salvo algunas excepciones muy recientes) no es lo que pasa.  

No hay que caer en la trampa de pensar que el problema consiste en que las personas mayores no saben usar la tecnología. Ese estereotipo tal vez antes tenía una parte de verdad (en 2000, solo el 14 % de los estadounidenses mayores de 65 usaban internet), pero hace tiempo que ya no es así. Hoy en día, el 73 % de la población mayor de 65 años está online y la mitad dispone de teléfonos inteligentes.

Así que la brecha de expectativas es el tipo de vacío que no deberíamos tolerar. Cuando hay suficiente demanda, los mercados tienden a resolver estos problemas antes o después, así que la persistencia de esta brecha resulta extraña. Pero en realidad sí hay una explicación, y esta contiene pistas sobre cómo podemos convertir en oportunidades muchas de las paradojas del envejecimiento global.

La farsa los "años dorados"

La principal causa de las brechas entre los productos y las expectativas del consumidor, entre el empleador y el trabajador mayor, entre lo que los de 75 años consideran "viejo" y su visión de sí mismos, es muy simple. La "vejez", tal y como la conocemos, es un concepto inventado.

Está claro que la edad va asociada a una caja de sorpresas biológicas desagradables y que la muerte nos llega a todos. Pero la diferencia entre esa dura verdad y la idea que hemos heredado sobre la vejez es demasiado grande y persistente, y es esta diferencia la que permite explicar la brecha de las expectativas, y más cosas.

Hace 200 años, nadie pensaba que "los ancianos" o "los viejos" fueran un problema. Eso cambió gracias a la confluencia de una ciencia ya desacreditada y la frenética estructuración institucional. En la primera mitad del siglo XIX, los médicos, especialmente en EE. UU. y Reino Unido, creían que la vejez biológica se producía cuando el cuerpo perdía una sustancia conocida como "energía vital" que, igual que en una batería, se consumía a lo largo de toda la vida de actividad física y que nunca se recargaba. Cuando los pacientes empezaban a mostrar signos clave de la vejez (canas, menopausia), la única respuesta médicamente sólida consistía en reducir cualquier tipo de actividad. "Si la muerte era el resultado de un suministro de energía agotado, entonces el objetivo era retenerlo a toda costa", escribió la historiadora Carole Haber en su libro de 1994 Old Age and the Search for Security. El sexo y el trabajo manual se consideraban especialmente agotadores.

En la década de 1860, las nociones de patologías modernas empezaron a reemplazar la energía vital en Europa continental, y finalmente llegaron a Estados Unidos y Reino Unido. Mientras, una serie de desarrollos sociales y económicos permitieron mantener en ámbar la concepción de la vejez como un período de descanso pasivo.

En una época dominada por trabajos cada vez más mecanizados, la eficiencia se convirtió en la nueva consigna. Para el cambio de siglo, los expertos empezaron a de sus oficinas y fábricas de todo el mundo, pidiendo que se exprimiera al máximo la productividad de los trabajadores. En ese contexto, un trabajador mayor, con poca energía vital, era un blanco fácil. Cuando una empresa jubiló a sus trabajadores más mayores en 1909, el experto en eficiencia Harrington Emerson argumentó que se produjo "un desequilibrio de vida deseable futura". Las pensiones privadas, introducidas por primera vez por American Express en 1875 y que tuvieron un bum en las décadas siguientes, fueron una respuesta natural. En algunos casos, se emitían por genuina preocupación humanitaria por los empleados jubilados contra su voluntad, pero también porque daban a los gerentes la excusa moral que necesitaban para despedir a los trabajadores por jubilación.

En la década de 1910, la opinión generalizada era que la vejez se había convertido en un problema digno de acción a gran escala. Entre 1909 y 1915, EE. UU. lanzó su primer proyecto de ley sobre las pensiones a nivel federal, la pensión universal a nivel estatal y una comisión pública sobre envejecimiento, así como una gran encuesta que analizaba la situación económica de los mayores. En medicina, el término "geriatría" fue acuñado en 1909; y en 1914, se publicó el primer libro de texto sobre esa especialidad. Quizás la mejor representación del contexto de la época fue una película de 1911 del importante (y notoriamente racista) cineasta D. W. Griffith, en la que contaba la historia de un viejo carpintero que cayó en desgracia tras perder su trabajo ante un hombre más joven. Su título era ¿Qué haremos con nuestros viejos?

Al comienzo de la Primera Guerra Mundial, quedó definida la primera mitad de nuestra idea contemporánea sobre la vejez: las personas mayores son una población que necesita mucha ayuda. Después de la Segunda Guerra Mundial, la segunda mitad del concepto surgió a raíz de los "años dorados", una idea del genio de la mercadotecnia Del Webb, desarrollador de la meca de la jubilación de Arizona, Sun City (EE. UU.). Los años dorados hicieron que la jubilación dejara de ser vista como algo malo que nos hizo el jefe y empezara a considerarse como un período de recompensa por toda una vida de duro trabajo.

Cuando la jubilación se convirtió en sinónimo de ocio, se asentó la idea completa que tenemos sobre la vejez en el siglo XX: si no se trata de una persona mayor necesitada (en términos de dinero, ayuda con las tareas cotidianas, atención médica) entonces se trata de una persona insaciable de una vida fácil y lujos consumistas.

Con los deseos y las necesidades asentados, esta imagen de dos caras parecía ser comprensiva con las personas mayores, pero en realidad las encasillaba.  Ser viejo se convirtió en sinónimo de siempre tomar, nunca dar; siempre consumir, nunca producir.

Los productos fomentan los estereotipos

Una de las formas más llamativas de la narrativa construida sobre la vejez reside en los productos creados para personas mayores, que tienden a fomentar una de las dos caras del concepto inventado. O bien se trata de productos que responden a la dialéctica de la gente mayor necesitada: andadores, medicamentos y aplicaciones con recordatorios de tomar las pastillas, o a la de la gente mayor insaciable: cruceros, bebidas alcohólicas y green fees de golf.

La vida es algo más que las cosas que compramos, por supuesto. No obstante, hay buenas razones para creer que la clave para una vejez mejor, más larga y sostenible puede estar en mejores productos. Especialmente si definimos "producto" de forma más amplia: todo lo que una sociedad crea para las personas, desde objetos electrónicos hasta alimentos e infraestructura de transporte.

Por ejemplo, los mensajes de texto. Originalmente pensados para cotilleo entre adolescentes, se han convertido en un regalo del cielo para las personas sordas. Este diseño trascendente, como llamamos a ese tipo de desarrollos en AgeLab, ofrece una solución mayor que las necesidades básicas de las personas mayores, pero que aún incluye sus necesidades. El mando eléctrico de las puertas de garajes es otro ejemplo: originalmente diseñado quienes no son capaces de levantar las pesadas puertas de madera, ofrece una comodidad demasiado atractiva para ignorarla, por eso se abrió paso hacia el uso generalizado.

El incipiente campo de los "audibles" (auriculares capaces de realizar tareas como la traducción en tiempo real y el aumento de ciertos sonidos ambientales) por fin se ha despojado del estigma asociado a los dispositivos de audición asistida. Mientras tanto, los sistemas de gastos compartidos ofrecen servicios a la carta a los que antes solo se podía acceder con asistencia. Usar el teléfono para pedir comida a domicilio, ayuda doméstica y comprar viajes permite retrasar la institucionalización de la gente mayor, y eso podría ahorrarnos mucho dinero. Alrededor del 87 % de los mayores de 65 años afirma que preferiría "envejecer en casa", en su propio hogar.

Pero a la hora de reescribir la historia, más allá de lo que hacen los productos, lo importante reside en lo que transmiten. Podría escribir 100 artículos de opinión elogiando las virtudes de las personas mayores, pero cualquier efecto positivo en la percepción pública quedaría bloqueado por un solo producto que les infantilice. Cuando una empresa crea algo que trata a las personas mayores como un problema que hay que resolver, ese es el mensaje que reciben

Los productos perpetúan la idea contemporánea que tenemos sobre la vejez y que rige desde hace décadas gracias a un círculo vicioso. Este círculo funciona así: toda la economía productiva alrededor de la vejez refuerza la imagen de las personas mayores como consumidores pasivos. Entonces, cuando una persona mayor se presenta a un puesto de trabajo, debe luchar contra esta opinión, llámenla discriminación por edad o edadismo. Debe demostrar que no es consumidora por naturaleza y que es apta para un puesto de producción.

Como resultado, sus experiencias duramente vividas durante años rara vez se incorporan en las decisiones de diseño, especialmente sobre los productos de alta tecnología que probablemente darán forma a nuestra vida del futuro. Y dado que no se cuenta con su punto de vista, los pocos diseñadores que se dignan a innovar para las personas mayores recurren, sin darse cuenta, a la idea generalizada, que finalmente produce los mismos productos. Y así el ciclo se mantiene.

Cómo cambiar nuestra forma de pensar

No soy el primer académico que nota que el libre mercado es capaz de deformar la realidad. Pero, en este caso, la energía del mismo mercado puede usarse para atacar de forma directa a nuestros mitos sobre la vejez. Al fin y al cabo, queremos cerrar la brecha de las expectativas, y la sencilla razón es que las empresas pueden ganar más dinero si dan un mejor servicio al enorme mercado de las personas mayores.

Pero ese cambio no resolvería todos los problemas asociados al envejecimiento. La desigualdad salarial y racial se cruzan con el envejecimiento de manera preocupante. Los estadounidenses más ricos y blancos tienen más probabilidades de estar mejor preparados económicamente para la jubilación, estar más saludables y vivir más tiempo. Cambiar nuestra opinión sobre las personas mayores no va a resolver esas desigualdades, pero al menos puede influir en que el despido prematuro de las personas mayores sea menos común y ayudarles a encontrar trabajos mejor remunerados.

El círculo vicioso que perpetúa nuestro concepto de la vejez funciona así: toda la economía productiva alrededor de la vejez refuerza la imagen de las personas mayores como consumidores pasivos. Entonces, cuando una persona mayor se presenta a un puesto de trabajo, debe luchar contra esta opinión, llámenla discriminación por edad o edadismo. Debe demostrar que no es consumidora por naturaleza y que es apta para un puesto de producción.

Tampoco resolverá la epidemia de suicidios o "muertes por desesperación" que afectan a los estadounidenses de mediana edad. Pero, redefinir la "vejez" como un período marcado por la actividad, la representación e incluso por la renovación seguramente no dañaría el punto de vista de la mediana edad. Cuando se habla de cambiar el significado del último tercio de la vida adulta, resulta imposible predecir qué efectos se producirían en las etapas anteriores. Quizás la promesa de un futuro más brillante no importe mucho a las personas de 20, 30 y 40 años, pero seguramente no empeorará las cosas. De hecho, me pregunto si una imagen nueva y más realista de la vejez podría motivar a los trabajadores más jóvenes y de mediana edad a ahorrar más para el futuro, y llevarlos a exigir de sus empleadores unos mejores beneficios de jubilación. Por primera vez, podrían estar ahorrando no para una hipotética persona mayor, sino para una mejor versión de sí mismos.

Los tecnólogos, especialmente los creadores de productos de consumo, influirán fuertemente en nuestra futura forma de vivir. Si empezamos a tratar a las personas mayores como un grupo central, el sector tecnológico podría cumplir su parte del trabajo para redefinir la vejez. Pero los lugares de trabajo tecnológicos también tienden a ser sitios exclusivamente para jóvenes. Así que para empezar, sería recomendable pedir a los jóvenes diseñadores que se pongan en la piel de los consumidores mayores. En el MIT AgeLab hemos desarrollado literalmente un traje de simulación de envejecimiento fisiológico para ese propósito. Pero puede que eso no sea suficiente para obtener una visión real de los deseos de los consumidores mayores. Afortunadamente hay una estrategia más simple: contratar trabajadores mayores.

De hecho, esta estrategia tecnológica vale también para cualquier lugar de trabajo. La próxima vez que tenga que contratar a alguien y le llegue un currículum de una persona mayor, mírelo con detenimiento. Al fin y al cabo, algún día usted también será mayor. Así que debería luchar por su futuro yo.

El envejecimiento global es inevitable, pero la vejez, tal y como la conocemos, no. Es un concepto que hemos inventado. Redefinirlo depende de nosotros.

*Joseph F. Coughlin (@josephcoughlin en Twitter) es el director del MIT AgeLab y autor de 'The Longevity Economy '.

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