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Tecnología y Sociedad

Las semanas en altamar que me prepararon para abordar la cuarentena

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Al principio, la ausencia de internet y de oportunidades para socializar me estresaban. Poco a poco me fui adaptando, incluso cuando tuve que pasar días escondida para evitar ser vista por piratas. Al final, lo único que echaba de menos era lo mismo que ahora: la naturaleza salvaje

  • por Rose George | traducido por Ana Milutinovic
  • 14 Abril, 2020

Hace diez años me escapé al mar. Mi padrastro tenía una demencia agresiva y le habíamos enviado a un lugar seguro. Yo tenía que escribir un libro. Así que, cuando me sentí suficientemente convencida sobre la seguridad de mi madre, partí a un viaje de 9.288 millas náuticas en un buque portacontenedores, el Maersk Kendal.

Su trayecto desde Europa hasta Asia duraría cinco semanas, y yo iba a ser la única pasajera. No se trataba de un crucero: no habría entretenimientos organizados, restaurantes elegantes ni cine a bordo. Y como era 2010, tampoco había wifi, ni televisión, y solo recibía correos electrónicos por conexión telefónica una vez al día a través de la cuenta del capitán. Solo tenía a mi disposición un costoso teléfono por satélite que usé una vez para comprobar si mi madre estaba bien. En estas condiciones, antes de partir, mis amigos me preguntaron: "¿Qué harás? ¿Cómo vas a pasar todo ese tiempo?"

Ahora estoy aislada en mi casa por el coronavirus (COVID-19). Esta es la segunda vez que mi libertad se ve realmente restringida. ¿A lo mejor la primera experiencia me ha preparado para la segunda? 

Mientras mis amigos pensaban que los interminables días en el mar equivalían a una inevitable soledad y aislamiento, para mí, significaban escapar. Llevé muchos libros y tenía trabajo que hacer. Además, estaba acompañada. A bordo también estaban los 21 miembros de la tripulación del barco, aunque no podía saber cómo me aceptarían, ni si me sentiría segura.

El primer día fue un mal augurio: me quedé sola durante horas, deambulando por el barco y preguntándome dónde estaban los demás (resulta que estaban ocupados, como siempre en el puerto). La fría bienvenida empeoró en la cena, ya que nadie habló. Mis intentos de conversación se hundieron como una ballena moribunda, y regresé a mi camarote bastante inquiera. Si todo iba a ser así, no estaba segura de poder aguantar ni una semana.

A lo largo de la historia, muchos marineros se volvieron locos en el mar. Incluso ahora, 2.000 navegantes mueren o son asesinados cada año; el número de suicidas no está claro. En comparación con otros, este era un buen barco, con una pequeña biblioteca (principalmente de libros de ficción basura), un pequeño gimnasio con suficiente espacio para una cinta de correr, una bicicleta y una máquina de remo, y dos salones con un televisor equipado con Wii y karaoke. Pero faltaba algo para socializar. No había bar y el alcohol no estaba permitido. Había un aro de baloncesto en la popa que nunca se usó; como tampoco se utilizó una oxidada barbacoa de tambor de aceite, mal colocada cerca del constante gruñido de los contenedores refrigerados. La pequeña piscina llevaba años vacía.

Después de cenar, la tripulación se retiraba a sus camarotes. Los salones se quedaban casi siempre vacíos: solo una vez escuché una canción de karaoke. El capitán recordaba los viejos tiempos, cuando colocaban una sábana y veían películas juntos en la cubierta. Pero ya no era así: ahora la tripulación contaba con sus ordenadores portátiles y con la soledad. 

Los seres humanos que no necesitan contacto con otros son poco comunes. Nos desarrollamos en compañía. La soledad y el aislamiento social producen tasas más altas de morbilidad y mortalidad. Algunas investigaciones recientes sugieren que el aislamiento social aumenta la posibilidad de una muerte más precoz en casi un 30 %, y vivir solo en un 32 %. Antes, un barco era un lugar inusual: quizás solo las naves espaciales y los submarinos se les parecían, ya que debían servir como hogar, lugar de trabajo y espacio de ocio. Pero ahora todos estamos atrapados en un espacio que debe representarlo todo, como un sustituto poco frecuente; un espacio que, por muy grande que sea, se estrecha con cada día que pasa. 

Estando a bordo, al principio me irritaba. Echaba de menos internet, la inmediatez de sus respuestas y la conectividad. Cuando llegábamos a un puerto, corría a tierra firme no solo para buscar las cosas que necesitaba, sino también simplemente para ir a otro lugar, para estar en tierra que no se movía. En la tercera semana, ya me había institucionalizado: me importaban más las cartas náuticas que mis correos electrónicos. Finalmente hice amigos. El frío capitán que conocí al llegar se volvió encantador y hablador y todavía lo considero amigo. A veces nos parábamos en los laterales del puente, fuera de la cabina del timón, solo para observar el mar. No había nada más que agua, y nos parecía bien. 

Agradecí esa vida restringida. Había algo puro en la imposibilidad de poder de elegir que me resultaba relajante. Pero fue una experiencia limitada. Yo no tenía que hacer el agotador trabajo duro de la tripulación, ni las pesadas guardias de los oficiales, ni sus contratos de varios meses para trabajar en el mar. Debido a la naturaleza de los barcos modernos, donde las tripulaciones cambian constantemente, es fácil experimentar el aislamiento en compañía. Las relaciones sociales de la gente de mar, según los expertos, "se viven como una serie de encuentros discontinuos". La tripulación filipina se refería a su trabajo como un "dólar por la nostalgia" o la "prisión con salario". El aislamiento, ya sea social o físico, afecta al cuerpo. Aumenta los niveles de cortisol y conduce a una inflamación crónica, que se relaciona con los problemas cardíacos y el cáncer. La nave cambió mi cuerpo, pero fue el incesante golpeteo del motor por la noche que me rompía la cabeza. Cada mañana me despertaba después de unas pesadillas violentas que tenía que sacudir como si fueran arena.

El período más difícil fue una semana de confinamiento por piratas cuando pasábamos por el océano Índico. Ya no podía caminar por la cubierta, mirar hacia abajo y ver cómo el bulbo de proa cortaba el agua. Todas las ventanas tenían las persianas opacas por la noche. De repente, echaba de menos el aire fresco y la libertad de abrir la puerta y salir fuera, incluso a la cubierta de metal. 

Ahora, aunque encerrada en casa por la pandemia, todavía tengo la opción de salir. Aquí en Gran Bretaña se nos permite hacer ejercicio al aire libre una vez al día, y también mantener los huertos. Tengo todas las herramientas de comunicación tecnológica a mi disposición y estoy mucho mejor conectada que en el mar. Pero hay una privación que me molesta y mucho, y me doy cuenta. Después de varias semanas en el mar, echaba de menos la tierra. No la tierra de los muelles y los feos puertos de hormigón, sino las colinas y el salvaje paisaje de Yorkshire (Reino Unido). La naturaleza diferente de la del océano. Recorrer los brezales; bajar por los corredizos pedregales. Estar en un lugar que en el que no sonara el motor de un barco, incesante. 

Muchos años después de aprender a correr por la cinta del gimnasio, me convertí en una corredora de montaña. Hasta que empezó la cuarentena, había ido casi todos los fines de semana de los últimos años a correr por un hermoso paisaje salvaje.  Para los que no vivimos al pie de páramos o montañas ahora eso está prohibido, y las personas que van en coche hasta el campo para caminar ahora son vigiladas por los siniestros drones y humilladas en redes sociales. 

Aun así, de momento mi serenidad sigue intacta, pero sé que no durará. Cuando desaparezca, recordaré mi lección de la semana de los piratas, cuando me quitaron el aire fresco y el tiempo pasaba lentamente: esto terminará. Llegaremos a la zona segura al otro lado, al final de las aguas piratas en la costa sur de Omán, o dentro de varios meses, y desembarcaré y abriré la puerta y me dirigiré hacia las colinas.

*Rose George es una escritora y periodista británica, autora de libros que incluyen 'Nine Pints', 'Ninety Percent of Everything', y 'The Big Necessity'.

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